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La cábula

Chapulín

 
Carlos Sánchez
 

Truenan mis oídos como suena el cristal de la ampolleta.

El Toño me dice que no, que así no se hace. Que lo reviente y lo inhale todo. Al tercer intento lo logro. Inhalo. Huele al piso del mercado. Lo trago todo. No desperdicio ni un mínimo vaho de la ampolleta. El ácido penetra el cuerpo, el cerebro.

Lo primero que veo es la barda en movimiento, viene hacia a mí, intento detenerla pero mis manos son de chicle. No puedo dar paso, la tierra se hunde.

Soy un Chapulín. Trepo a las hojas de una piocha. La cerveza, ¿dónde quedó la cerveza?

Inexplicable se abre la historia de Marla, la veo venir caminando por encima de los alambres. De niña fue malabarista, me lo contó ella. Desde esta rama huelo su piel, la veo con el pelo sobre su ojo izquierdo. Trato de fugarme del recuerdo. Su voz me acosa.

La conocí en la plaza de Catedral, vendiendo nieves de garrafa. Le ayudaba a su padre. Me impresionaba verla conduciendo la motocarro donde cargaban las ollas de barro.

Llegó al quiosco con un cono en su mano. Me ofreció una nieve de limón, hacía sol. La miré hacia arriba mientras tomaba la nieve. La vi alejarse, no tuve qué decir.

Esa tarde regresé a casa como la mayoría de los días, con los bolsillos vacíos y un galón de leche para mis abuelos. La grasa de mis manos se iba por el lavadero, la cara de Marla continuaba en mis ojos.

Sigo siendo un Chapulín. Tiemblo. Si pudiera controlar el pensamiento, le ordenaría que no volviera más al pelo de ella sobre su ojo izquierdo.

Cuando la sorprendí arrojándole migajas a los pichones en la plaza,  no pudo ni intentó rechazar el té de guayaba que le obsequié. Lo bebió de un solo trago. Hacía sol.

En la discusión entre mis decisiones ganó la voz que dictaba valentía. Desapareció el pudor y le platiqué sobre mi oficio. No es vergonzante limpiar zapatos si de ganar para comer se trata, dije. Ni vender nieves de garrafa, contestó.

En eso de desnudarnos con palabras, nos dirigimos a la ante sala de catedral. Nos miramos u buen rato. Ella parpadeó primero, como debe ser.

Me aferro al tronco. El ruido en mis oídos se transforma en un zancudo dentro de un túnel. La cerveza no aparece.

El Toño me dice que baje, no lo escucho, leo sus labios. Le digo cola mirada que mis patas son estacas hundidas en la corteza de la piocha. Soy un Chapulín.

Que no deje de hablar el Toño, que no me abandone.

El pelo de Marla avanza hacia a mí. Un desfile de conos pasa por mi vista. De limón, pistache, mango. Cada uno tiene en su cúpula una mueca diferente. Todos me acosan. El desfile es interminable. Me rescata su ojo izquierdo, Marla parpadea.

No fue un error, porque lo planeamos. Marla giró el acelerador y nos voló la greña. Hicimos fiesta en la esquina del barrio. Qué niños tan felices fueron cuando formados cada uno recibió de Marla su cono de nieve.

Amanecimos bajo la lona de la motocarro. Me contó historias de su pueblo, supe entonces que en Oaxaca se inventó la nieve de garrafa. Sus bisabuelos le heredaron el oficio.

Si su padre no nos hubiera encontrado, Marla se habría quedado en el barrio para siempre.

Tenía la cintura chiquita, los ojos grandes, al menos así se le pusieron la primera vez que la abracé fuerte, sus uñas se quedaron prendidas a mi espalda  mientras le salía un grito. Me sudaba la frente.

Dejó de ir a la plaza de catedral. Su padre continúa vendiendo nieve. La motocarro tiene un nuevo color.

Regresa el Toño, me baña con un chorro fuerte. No me cree que soy un Chapulín. De su pantalón saca una ampolleta, me la enseña. Leo en sus labios que con el ácido de nuevo en mis narices, dejará de hundirse el suelo.

Aparecen las cervezas, las botellas están dentro de una cubeta que antes tuvo pintura amarilla.

Pintamos zapatillas a domicilio, fueron miles de pares de las secretarias de gobierno. Tengo el overol puesto. Estoy mojado. Dice el Toño que nunca fui un Chapulín.

Hace unos días el Toño y yo fuimos a comer tacos de almeja a un restaurante donde vende cerveza. Allí Marla atiende las mesas, lleva puesto un delantal rojo y una falda azul. El pelo le tapa el ojo izquierdo. Al sonreírle volteó la cara. No me recuerda. Tal vez no me vio. Porque sigo siendo un Chapulín. Aunque el Toño diga lo contrario.

2 comentarios

Iván Ballesteros -

Hace unos días encontré a una niña hablando con las hormigas negras, esas que parecen letras, en el patio de un kinder que está por la Pino Suárez. Les decía, entre otras cosas, que no la picaràn. Mientras les hablaba dejaba caer la sangre helada de una paleta de hielo sabor limón. Cuando llegó el camión y subí, escuché llorar a la niña. Me recordó este esa ficción espoliando a su provedora y también, esa ficción en la que se convierte la infancia recuperada. Chilo.

Lenon -

Qué buen viaje!