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La cábula

Tragos y muerte

Tragos y muerte El papel de las notas


La Flor de Valencia es una cantina singular. Casi todas las mesas están ocupadas.
23-Septiembre-06

1 La Flor de Valencia es una cantina singular. Casi todas las mesas están ocupadas. Me saludan de mano el capi, don Goyo, amable y educado; algunos meseros, entre ellos don Aurelio, siempre gentil.

2 Paso los ojos por los ocupantes de las otras mesas. En una distingo a Mozart. Agarro mi vaso, le hago una seña a don Aurelio de que me voy a parar un rato, y me acerco al Divino. Le digo que si me puedo sentar y él simplemente accede con un movimiento de cabeza. Se me queda viendo. Le digo que él es el más grande músico de todos los tiempos y simplemente deja escurrir un “mierda”. Le argumento que sus quintetos de viola forman algo así como el tramado de la condición humana vuelta música, y él se limita a señalarme su vaso en una insinuación clara a que le invite una copa. La ordeno. Y de paso una para mí. Entonces le digo que las mujeres han tomado la costumbre de escucharlo desnudas. Que México, país altamente culto y civilizado, dispuso que, si se es mujer y se desea escuchar a Mozart, la obligación es hacerlo en cueros. Me inquiere con los ojos. Por un instante pierde la concentración en su trago. Como si su imaginación hubiera recreado una mujer desnuda en las circunvoluciones de su cerebro. ¿Estará pensando en Constanze, o en la hermana de Constanze, Aloisia, por quien sintió una debilidad proverbial? ¿De veras?, parece decir. Y hace la indicación de que me marche.

3 Miro a mi alrededor y descubro a Beethoven. Me acerco a él. Me siento a su mesa. Está furioso. Suda profusamente. Aprieta tanto el vaso que de pronto lo vuelve añicos. No puedo intercambiar palabras con él. Tampoco sé si pararme y retirarme. ¿Se habrá enojado por mi persona, habría preferido seguir a solas? No lo sé. Quiero mirarlo a los ojos. Intento sostenerle la mirada, bueno, siquiera atisbar en el precipicio luminoso de sus ojos. Pero es imposible. Sin embargo, veo con pavor que un hilo de sangre escurre de su mano derecha. Tomo una servilleta y se la tiendo con la intención de que sorba el líquido. Pero él desprecia mi gesto. Ni siquiera se vuelve a mirarme.

4 Don Aurelio me sirve la siguiente copa. Realmente es un hombre educado. Me tiene enorme paciencia. Es de esos meseros cuya presencia se agradece. Me ha escuchado decir tonterías y disparates y jamás se ha atrevido a abrir la boca, más bien me tolera. Se me queda viendo y señala una mesa al tiempo de decirme: “Ésta se la invitan de allí”. Todos parecen disfrutar en aquella mesa. Son seis o siete. Distingo a Schumann, a su esposa Klara, a Brahms, a Mendelssohn, a Paganini, a Chopin, y, gran Dios, a mi padre. Me levanto sigilosamente en medio de este escándalo. Me acerco a la mesa. Voy directamente hasta mi progenitor. Todo se torna silencio alrededor. Donde antes había un murmullo sordo, vasos que chocan entre sí, mujeres que claman por hacerse escuchar, ahora no existe nada. Como si me acercara en cámara lenta. Lo veo y me mira. Se da cuenta de que estoy a punto de decirle algo. Pero me detiene en seco. “Primero saluda a Schumann”, me dice. Y lo obedezco.


eusebius1951@cablevision.net.mx

1 comentario

Horacio -

Una tonteria....con poco respeto.