Aquel cuyos ojos se colman de lágrimas
Para Ignacio Flores Calvillo
Eusebio Ruvalcaba
Es simpático, agradable, e invariablemente dan ganas de invitarlo a las reuniones. Su más o menos fino sentido del humor se manifiesta a la primera oportunidad. Por ejemplo, alguien cuenta un chiste o menciona alguna anécdota graciosa de algún personaje público, y entonces él ríe a carcajadas. Su risa contagia. En el acto las mujeres reparan en él. Algo tiene diferente, quizás es más distinguido, o ha corrido más mundo. Pero la vida la tiene en un puño. Piensan.
Acepta la primera copa. Su garganta no reconoce preferencias. Le da lo mismo si le ofrecen vino, tequila, ron o whisky. Apura el contenido y pide la segunda. Para enseguida consumir la tercera. Se ha agudizado su inteligencia, su sensibilidad ahora es más fina. Comenta con certeza y gracia algún acontecimiento próximo, la última película que ha visto o el descubrimiento de algunas ruinas. Utiliza el sarcasmo con maestría. No es excesivo en sus apreciaciones. Más de un hombre lo escucha con interés. La verdad, con dos copas y media es mucho más interesante. Deja que los demás charlen, que la conversación tome el rumbo dictado por el azar. Porque respeta el azar. Piensa que la mitad de la vida de los hombres la construye la suerte, justo aquello que no está en las manos de nadie. Escucha en la misma medida.
Es prudente. Siempre ha sido de esa idea: el respeto que cada quien se merece ha sido su impronta, la única huella que le gusta dejar. Sugiere que alguien suba un poco el volumen del CD. No es común la música que está escuchando. Leonard Cohen, lee en la carátula del compacto. Se pregunta entonces, o mejor que eso, hace la pregunta al aire: ¿Cómo es posible, dice, que sea posible componer música tan bella? ¿Qué acaso este señor Cohen es un ángel, un enviado de Dios o algo así? Alguien explíqueme, por favor.
La gente alrededor ríe. Realmente es un hombre singular. Un hombre que extiende su brazo y que alguien lo anima para servirse más. Ahora bebe con mayor prontitud. Atrae la atención. Se deja caer hacia atrás en su asiento. Se concentra en la melodía. Quienes lo rodean esperan el siguiente comentario. Algo que apuntale lo ya dicho, que lo refuerce. Pero él bebe. Se limita a beber. Siente sobre sí el peso de las miradas. Seguramente ha hablado más de la cuenta, pero ya es demasiado tarde. Recorre con esos ojos suyos hermosos y traviesos los rostros de las personas que lo rodean. No hay pistas. Ignora a qué nombres correspondan esas caras herméticas, algunas brillantes por el calor que sofoca la sala, otras rojas por el vino que ha comenzado a provocar estragos. Fue presentado, cierto, pero su nerviosismo le impidió detenerse en los nombres de cada quien. E ignora asimismo el oficio de los que están ahí. Simplemente se le invitó, accedió a ir y está ahí.
Una nueva música permea la reunión. Es el soundtrack de Philadelphia. Vio la película y las escenas se repiten en su cabeza. Una por una, las secuencias que lo cautivaron se reproducen con precisión sorprendente. Mientras su memoria trabaja se hace preguntas sobre el dolor, sobre la vida, sobre el fracaso. Bruce Springsteen, Peter Gabriel, Neil Young parecieran tener la respuesta a las preguntas cuyo fondo es negro, como un boquete en el corazón.
Se pone de pie y se dirige a la pequeña barra que, a modo de cantina, contiene las bebidas para la noche. Localiza lo que ha estado bebiendo y llena su vaso. Lo levanta y lo mira atentamente a trasluz. Los brillos parecen provenir de un sol pequeñito que flotara en la bebida. Da un sorbo. Siente cómo el sol resbala por su garganta. Le hace una sonrisa a nadie y regresa a su lugar. Esta vez la charla se ha dispersado y todos platican con todos. Capta palabras en desorden: crisis, rines de magnesio, concierto, láser... No se atreve a intervenir en ninguna conversación. Pero bebe. Escucha la música de los hielos que chocan entre sí y agita aún más el vaso. Le acercan el plato de las botanas y se sirve una buena dotación de papas fritas con guacamole. Él mismo se pone de pie y lleva la charola hasta una pareja que parece estar ausente. Sin mayores preámbulos les ofrece el contenido. Ellos -él y ella- lo miran con cierta curiosidad y aceptan la cortesía. Ella le sonríe con especial intención, como si apreciara doblemente la deferencia.
Regresa a su lugar pero ha sido ocupado por otro. Eso lo sobrecoge mas no le da mayor importancia. Se recarga en una pared. Ahí se está mejor. Desde ese sitio privilegiado puede, a sus anchas, contemplar a los invitados. Es evidente que nadie repara en él. Le gusta sentirse así: como un invitado más y ya. De hecho, teme encontrarse con la mirada del anfitrión. Es mejor evitarlo. Así no se le ocurrirá llevarlo con nadie. Fue presentado al llegar y eso es suficiente. Ahí debe terminar la cortesía, se dice con firmeza.
Una copa más. Vierte el contenido hasta la boca del vaso. La bebida está a punto de derramarse, pero camina muy derecho. Piensa que acaso alguien lo observe. Piensa que es tan fácil hacer el ridículo. Su mano es fuerte. Su brazo es fuerte. Ese vaso nunca se la caería. Así sobreviniera un terremoto.
Algo ha ocurrido, pero nadie, salvo él, se ha percatado. Por distracción o a propósito, alguien oprimió el botón de repeat 1 en el track nueve. Neil Young se repite una vez tras otra. La bellísima voz masculina penetra en su alma como si escuchara la voz de su madre llamándolo a comer. Viene a su cabeza una vez más la ocasión que vio Philadelphia. Fue solo al cine. Compro una micropizza de salami y un refresco de lata para la función. La impresión que le provocó la película fue tan impactante, que al final se dio cuenta de que apenas se había llevado el refresco a la boca.
De pronto su lugar original se desocupa y regresa hasta él. Se trata de un sillón antiguo, que no tiene nada que ver con el resto de la sala. Su tapiz es de terciopelo verde y hasta para el observador más distraído es claro que los mejores tiempos de ese mueble hace mucho que han pasado. De un par de sorbos bebe la mitad del vaso. Ha empinado el recipiente con tal denuedo que unas cuantas gotas fueron a parar a su camisa. Quita las gotas con los dedos. Su primera intención fue sacar el pañuelo pero se arrepintió en el instante. A quién le importa un detalle tan superficial, se dice. Y en seguida apura el resto.
-¿Te sirvo otra? ¿Es whisky, verdad?
Hace mucho que una cumbia ha suplido a Neil Young. No más, cuando menos por el momento, el soundtrack. Ni siquiera lo había advertido, hasta que la voz femenina lo sacó de sus cavilaciones. Es una voz que reúne todas las voces. Así lo piensa. Ve a la mujer y tienen que pasar dos segundos para que la recuerde: es la chica a la que le ofreció la botana. La que estaba con su pareja.
-Sí, gracias, muy amable -responde. Y le da el vaso. Es respetuoso. Y es educado. Le parece inadmisible la vulgaridad. En su familia aprendió a dar las gracias y pedir las cosas por favor. Así fue educado. Ve alejarse a la chica. Es hermosa; aunque, lo demuestra con un arqueo de cejas, todas las mujeres son hermosas cuando son atentas. Busca entonces al novio. Está allá, platicando con el anfitrión. Todavía más le agradece el gesto a la mujer. Que se haya fijado en él para corresponderle lo asombra. Se siente abrumado. Que alguien repare en él lo abruma. Por un gesto aún más trivial, sería capaz de dar la vida. Quizás por un elote, reflexiona y una gran carcajada está a punto de rubricar su pensamiento. Pero algo le impide reírse como acostumbra: las lágrimas, que de pronto colman su rostro. No se las explica.
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