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La cábula

también la risa

carlos sánchez

 

Sé que en las sienes se concentran las pulsaciones del corazón. En la espalda el cansancio de sentir. Es un saco de cemento, una carretillada de arena, soldar el estribo de un Ford 56.

Con los lentes oscuros para que la flama no afecté la pupila. Protegerse el cuerpo tiene la posibilidad, lo de adentro es más complejo: no cabe en el interior una careta, los guantes, el cubre bocas. Vulnerables estamos en el oficio de la carrocería.

Ayer miraba los guardafangos, las defensas, quitaba los empaques de las puertas, lijaba los lienzos, sacudía la grasa de la superficie y untaba con una pistola de aire el color elegido por el cliente. Cambiaba de identidad el físico de los carros; obtenía monedas que luego dejaba por ahí.

Me era una delicia escuchar todas las tardes las aventuras de mi primo el Toño. Contaba, por ejemplo, el día que casi lo agarra la policía porque lo sorprendieron robando el cofre de una combi. Y corrió como liebre, por el cerro de la campana, se tiró como venado al otro lado de la barda, se llevó con el cuerpo ramas y alambres, unos cuantos rasguños.

Lo veía gesticulando y ahora sé que es un juglar. Contaba también sus romances, su primer matrimonio a los catorce años.

A la hora de cerrar el taller, donde mi primo ya era el dueño, había tiempo para cascarear con el balón, era la cura inmediata verlo correr detrás de la esfera, subirse en su motocicleta ficticia y verle volar el pelo y la mirada.

Contaba siempre, después de la cáscara, ante una soda y unos panes cochitos, los viernes de cerveza y carne asada también contaba. Nos hacía llorar de la risa.

Su oficio es la reinvención de los carros, en su apariencia, para que se vean lindos. Le gustan las canciones de Los Potros, ama la solidaridad, llena de agua los tambos de doscientos litros y se va a su rancho donde los árboles le esperan por la tarde.

A sus cuarenta y pocos se engulle todavía en su sombrero de palma, irreverente pone un candado al taller y enciende su charanga, se va  al otro lado de la ciudad, porque sabe que allá la paz del silencio le dirá su nombre. Manera atinada de ver la vida ahora.

Antes estuvo el ruido en el cerebro, las dosis de locura hasta llevarlo a la desolación, el llanto por los solventes derrotándolo siempre, la necesidad de perseguir la transa para comer y beber, reír y sentir.

Hubo una vez que se le paralizó la garganta a uno de sus compas, porque la goma de mascar se derrite ante el solvente que se inhala, y se puso morado, el Toño le golpeó la espalda sólo para continuar riendo con el vaivén de la bolsa en su rostro. Eso fue en el corazón del vado del río, el llano de su infancia.

Hubo la otra ocasión cuando se le cayeron desde su combi otros dos carnales. También fueron motivo de celebración los raspones en la piel, la fractura de los brazos.

Había callejones en su mirada, canciones gruperas de los setentas, feria de juegos mecánicos, bicicletas y romances cuya imposibilidad era burlada con gallardía en las palabras del primo seduciendo la adolescencia.

Fueron pasando los días, y de aquel gato muerto por el golpe en la cabeza con el frasco de Gerber donde el primo tenía el resistol que inhalaba, se dibujó en recuerdo, anécdota para la risa porque el vuelo del frasco fue certero. El gato giró en su entorno y aspiró de facto. Ni el Toño ni nosotros lo podíamos creer. Pinchi gato jamás volvió a la barda detrás de mi cantón. Pero sí le pusimos velas y una lápida de madera.

A veces llegaba a la casa, y mi padre que era su tío, lo echaba, porque andaba loco y no se comportaba como la gente.

Pasaron los años y dicen que agarró la onda, ahora ante cualesquier problema el Toño es la balsa de salvación para la familia. Porque su oficio de la solidaridad que ejerce a la perfección le da la posibilidad de echarnos la mano. A todos.

Me quedo siempre pensando que ver al Toño es regresar a mi adolescencia, cuando quería ser como él. Aferrado a las ganas de tener un vocho, la posibilidad del talento para el trabajo, él me repartía del suyo al enseñarme, las ganas de hacer reír y reírme siempre.

Anduve por la vida emulando sus pasos, su energía, sus ganas de crecer en empresa. Él lo ha logado, yo sigo en la emoción de las palabras, de las cuales mi primo me comenta su felicidad por estar dentro de ellas.

Dice más con gestos que con oraciones, que saberme escribiendo le pone feliz, que no cualquiera tiene la posibilidad de decir estas cosas que a veces me fluyen.

Me abraza siempre de su honestidad, yo sigo siendo ese adolescente que le admira, continúo inmerso en las ganas de volver a esos días del taller, donde como vehículo teníamos bicicletas, y ganas de correr para alcanzar un balón.

En las sienes también está la pulsación de su nombre. Y continúa en mí ese cansancio físico de tanto sentir. Y sentirlo un alivio.

¿A dónde van los desaparecidos? / Carlos Sánchez

Con la violencia de una piedra en la cabeza mataron a su hijo. Se lo devolvieron hecho pedazos. Sepultura del cuerpo y la pena de seguir en la espera. Porque al más pequeño quizá también lo mataron. Pero a él no se lo han devuelto.

Hace unos días anduvo por la ciudad Rosario Ibarra de Piedra, compañera de dolor de doña Consuelo, madre de los hermanos Arana Murillo, activistas víctimas de la intolerancia. A ambos los desaparecieron.

Y hace un par de años visité a doña Consuelo. En la sala de su casa comimos coyotas, tomamos café. Me mostró algunas cajas con documentos de los trámites que ambas, doña Consuelo y doña Rosario, hicieron durante tiempo con la ilusión de encontrar a sus hijos.

“Todavía recibo cartas de ella donde me dice: Chelo, no te desanimes, ya verás que vamos a encontrar a nuestros hijos...” Eso, entre otras cosas, me contaba la doña. Y agregar que con la voz quebrada, sería ocioso.

Han pasado más de treinta años y nada más queda ya que el dolor, porque la esperanza se fue al caño junto a un torbellino demagógico: voces de políticos construyendo falacias. Es su oficio y la vía para la riqueza.

Doña Rosario cobra ahora como funcionaria, hace bien su trabajo, declara, defiende, persigue la congruencia y es probable que algún día la alcance. Doña Consuelo vive en su casa, derrotada ya del trajín en busca de su hijo. Los otros hijos, uno de ellos, otrora presidente municipal de Álamos por el PRI, no le dejaron continuar la búsqueda. Ni manifestarse contra los posibles responsables de la desaparición de Marco y Jesús. Y el cansancio también traiciona, porque el cuerpo se doblega ante el dolor y los años.

Marco y Jesús vivieron en la colonia San Juan. Dicen los que saben, sus contemporáneos, que ambos eran chingones para meter goles en los llanos. Que la risa les pertenecía. Indudablemente la ideología también, esa que los hizo desaparecer.

Unos años hace ya me topé con la tumba de Jesús, con un epitafio donde reza que fue un hombre que murió con la cara al sol. Me pavoneé y encontré en esa cruz la esperanza. Ahora que todas las rayas formando cruces en las boletas se destinan al PAN que es lo mismo que PRI y PRD, encontré en la muerte de él esa luz en este túnel infausto.

Creyeron en algo, defendieron lo que amaron. Y desaparecieron. No por gusto. La violencia del poder es implacable; seguirá siendo.

Ahora sólo me (nos) resta recordar a esos carnales camaradas y nostalgiarme de revolución el alma cada vez que paso por el barrio donde tuvieron su casa. O echarme otro sorbo mientras Víctor Jara convoca a desalambrarme la mediocridad. Gritar siempre será mejor que apretujar el cogote por el amor a unos pesos, o a la vida incluso.

(Y qué cabrón: en este momento escucho Casas de cartón. ¿Coincidencia?)

Pues viene a cuento esa visita de doña Rosario, en esos foros de las cámaras donde habita desde mi punto de vista la lentitud, la ociosidad, la vuelta y revuelta hacia el mismo punto. Qué obliga a la doña a su actividad en la política, me pregunto, y concluyo: la ilusión. Porque, ¿qué más puede hacer una madre que vive con la incertidumbre para siempre? La desaparición de Jesús Piedra es vigente en el corazón de Rosario, como debiera serlo en muchos de todos los mexicanos. Pero hasta eso tienen a favor los políticos, somos agachones y olvidadizos.

Por lo pronto la rutina de mis pasos seguirán saludando la fachada de la casa de doña Consuelo. Y en la memoria estarán esas cajas con documentos vestigio de la búsqueda de dos almas extraviadas, dos cuerpos que ocultaron los del gobierno para ocultar así su temor.

Por lo pronto Rubén Blades me hace bailar con ironía y dolor, con ritmo de trompetas y tambores. “¿A dónde van los desaparecidos?” El estribo emerge desde la ventana de una casa de la Hacienda de la flor.

Nublado sol / por carlos sánchez

Lo he visto patear balones. A veces sobre  la cancha de básquet del barrio la Matanza, a veces en los campos de la sauceda.

Vino a tocar la puerta de mi casa hoy. Traía en sus manos la camiseta de los Pumas, mojada porque la lavó para rolármela.

Es plomero ahora, retirado del oficio de tirar. No puedo describir mis ojos abotagados al tener la prenda en mis manos. Responsable es la emoción por ese rubor en el rostro. Fui un niño cuando me dijo: es tuya.

El nombre es lo de menos. Se llama Carnal en mi inventario de esos que reparten su solidaridad.

Hace unos años que Carnal chicotea sus días por los callejones del barrio y la ciudad. Tiene en su mirada la precaución para no dar la espalda: la violencia que acecha le hace traer la mano preparada para desenfundar.

Cuando morros, corríamos pateando balones. Ahora pateamos las angustian que nos abordan como zopilote que desean engullir la muerte.

Vinieron esos momentos inevitables de paladear la tragedia, y encender el odio. A su hermano el Yulay le quitaron la vida a la brava, en uno de esos callejones del barrio. Antes otros tres hermanos de él fueron objeto de un rótulo sobre la cruz en el panteón.

Desde la muerte del Yulay sus ojos abarcan mayor territorio: precaución para enterarse cuando se acerca la cobardía que ataca por la espalda..

Siempre me he preguntado por qué la violencia se arraigó en el barrio. La única respuesta que me ilumina es el abandono al enseñar y repartir la riqueza por parte de los que gobiernan.

La resistencia es tan constante como el exceso de sol sobre las piedras de ese territorio nublado, gris descarnado donde cohabitan mis carnales.

No pretendo un ensayo sobre el dolor de mi Carnal, intento más bien proyectar la nobleza que le pertenece.

Con qué pagar su gesto de tocar a la puerta para argumentar su vida animándome a echarle ganitas. Ilustra su historia, ante este mal que me aqueja y por el cual debo llenarme de pastillas para no soñar.

Oírlo conversar con pasión por ese logro de seguir viviendo, es rentable en estos días de doparme el corazón. Tiemblan mis manos, se seca mi boca, y un opercaut es la dosis que engullo con puntal religión.

Tienen sus argumentos la posibilidad de empujarme hacia la vida. Qué si no la realidad cruel de los otros puede sublimar el ánimo. Conclusión lógica del no estoy tan mal.

Primero en el Carnal fueron las rejas, luego la muerte de uno de sus hermanos, y el otro, y el otro, y el otro. Tres a manos de la violencia en la cobardía; el otro náufrago sin guión Gaboiano; no la suerte, no la compasión de la vida por esa madre que a cuenta gotas mueve el rosario por el alma de su hijos.

Comimos quesadillas, en sobremesa de tertulia sin pose, sin snob, pelando el machete para observarnos desde afuera y concluir con el nombre de esos fantasmas que nos abundan mientras la almohada cae en la discusión sobre identidad.

Una es la muerte de los hermanos, la otra es la fuga de la familia, de la esposa que atosiga, de los pies de sus hijos explorando el barrio y la vagancia.

Otra es la última ocasión de cercanía de la muerte. A Carnal se le ocurrió asaltar el desierto, por el Sásabe, y vivir la caminata más larga de su historia, y ser víctima de los tumbadores que le arrebataron el agua y con ello la posibilidad de avanzar hacia el gabacho.

A como pudo se aferró a los motivos de vivir, y llegó a Tucson, después a Phoenix. Tuvo que escaparse de la casa donde lo tenían como mercancía, para venderlo al mejor postor, antes de que llegara la migra, antes de que enfermara de inanición.

Corrió el cerrojo de la puerta, me cuenta, y  corrió por las avenidas de la ciudad. Después completó para el camión y volver al encuentro con los suyos.

Una más, la que más cala, es la existencia de esos profesionales de la violencia que no conformes con quitarle la vida a uno de sus hermanos, ahora lo embaucan en un jale que el ni en cuenta.

En las próximas horas Carnal tendrá que pisar los juzgados, declarar ante la presencia del que mató a su brother.

Lo impresionante es la fortaleza, las ganas de brincarle encima a la liebre de la libertad. Las balas, los puñales, la droga, la crueldad, especialidad de la casa en el barrio. Y se cocina todos los días. Carnal levanta más la mirada, sólo para toparse con el gris del cielo.

Violenciudad

Carlos Sánchez

Lo cierto es que nunca fui aficionado a las balas. Trabajaba en la Matanza, barrio en el que (legalmente) se aplicó la última pena de muerte en México. Se sigue aplicando, dentro y fuera de la milicia. A la sorda. Disfrazada.

Lijaba carros que después mis primos pintaban, y era religión tomar sodas y comer pan en las tardes. En esos días de los granos en el rostro, las ganas del mundo entero engulléndolo todo, el deseo de las miradas sobre mi nombre, la ausencia de la madre y el alcohol presente en el padre, hubo días de tirar cuetes y juntar balas. De correr feliz por la adrenalina del peligro.

El primer zumbido del plomo lo sentí al llegar a los catorce de existencia: el policía sacó su pistola y jaló del gatillo. Era la necesidad de asustarnos, de comunicarnos que el poderoso era él. Mis camaradas, igual que yo, sintieron el chorro caliente mojando sus pantalones. No paré de correr, hasta entrar en el callejón de la casa del Yoyo, allí la vida estaba controlada por mi adolescencia. Era invencible.

Al día siguiente el comentario y como héroe, me llegaba de los camaradas que presenciaron la escena: “eres una liebre, un coyote, el miedo no anda en burro”.

Y así las frases mientras erguía mi pecho.

La segunda ocasión fue la escuadra de un militar retirado del ejército: apuntó a la entrada del callejón por donde veníamos nosotros, yo iba adelante, fui el primero en asomarme al cañón y dar la media vuelta, gritando “trae pistola, trae pistola”. No me alcanzaron pero sí las oí zumbando por encima de mi cabeza.

Tuve la suerte de no encontrar con mi cuerpo el zumbido. Tuve la fortuna trágica (de no ser yo) de ver a los camaradas que caían inertes entre las piedras del barrio. Vivo para contarla, a la Gabo y sus ochenta cumplidos.

De lo que no me he podido salvar es de la paranoia de estos días. Ayer en el trayecto a mi casa, en el super Vocho, una caja de cartón de tamaño regular, impedía el tráfico, nadie se animaba a quitarla. Mi hijo que se llama Abigael y tiene setenta años menos que el Gabo, asomó su cabeza y dijo: ha de estar un policía muerto dentro de la caja”.

Tragué gordo, porque según yo que llevo a mi hijo a su juego de futbol, que le compro unos nachos y soda en el snack, que le cuento con mis labios besos de amor, él vive en similitud del paraíso de ese niño personaje de la película La vida es bella.

La violencia es inevitable, inocultable, y no sólo la de esas balas que se aparecen ahora para matar a policías, la violencia, más bien la divulgación de la violencia, es una ráfaga constante hacia la sociedad. Y no hay de otra, como lo señala el Meño Larios en su nota de antier, donde destaca los titulares de Expreso y El imparcial, medios que duramente compiten hoy con la i y Entorno, diarios que se han vuelto más rojos que el Bandido y su espectacular capacidad histriónica verbal en la radio.

Ningún ciudadano nos hemos podido salvar de la nota roja, porque es la que naturalmente se construye todos los días, con mayor énfasis estas últimas semanas.

Trabajar en la Matanza, crecer en las Pilas, fue una experiencia del encontronazo con las balas, los cuchillos, las piedras, las balas. Me resistí siempre a saber que es un modo de vida del que uno se acostumbra, he vivido en la búsqueda de otros escenarios, de otras cotidianeidades, de otras culturas donde la tolerancia sea rectora como oportunidad para seguir respirando.

Me doy de topes (nuevamente) con esta realidad violenta, en la que sé ahora distinguir las diferencias: antes veía la mano del hombre jalando los cabellos de su esposa, el cuchillo del padre perforando la piel de su hijo, el garrote de mi camarada en la cabeza de su hermano. Ahora son los dueños de los lujos, los de cadena en el cuello, los de al volante en el último modelo, los que mandan matar como si las mandaran cantar en cualquier cantina.

Son los años los que abren mis ojos para con sorpresa enterarme que el barrio no es un Macondo, un invento literario y es la ciudad y sus balas buscando policías y no, la que me llena de desesperanza.

Antes mi hijo comentaba los goles de su equipo predilecto, el túnel del Chelito a su contrincante, la reflexión de los comentaristas deportivos. Ahora cada que se me acerca me da miedo prever el tema que abordará porque si ayer fue la especulación sobre el policía dentro de la caja, antier fue su comentario sobre un “bato muerto y amarrado que encontraron rumbo a la Nuevo Hermosillo”.

Nunca me gustaron las balas, pero tuve cercanía con ellas. La violencia tampoco he podido evitarla, la he consumido como un aderezo del pan en todos los días. Y cuando creí que esa violencia la escribiría en mis memorias, que sé ahora será sobre mis muertos tristes, la ciudad llena la boca de mi hijo que me abre los ojos: “aquí están otra vez las balas”.

 

Guato crímenes / por carlos sánchez

 Está en sus ojos la mirada de un gato en la oscuridad. En su boca despostillado un diente frontal que inicia el recorrido hacia la pudrición. Le dicen el Guato por lo que le cuelga entre las piernas. Desde morro jugaba contra sus camaradas a enaltecer la sombra que construía el sol sobre la pared teniendo como intermedio sus manos acariciando la verga. El triunfo siempre le perteneció.

Tiene en su oratoria la honestidad de asumirse pedófilo. Yo soy como él, comentó en una clase de literatura, en alusión al personaje del cuento Cascabel del escritor Eusebio Ruvalcaba, cuya anécdota recrea a un hombre de más de cuarenta años que anhela entre sus piernas la textura de piel infantil.

El Guato cayó a la cárcel para menores por intento de violación. Deseaba las caricias de la esposa de su hermano, pero a su modo, controlando él, dirigiéndolo todo para sentirse maestro.

Eso es lo que más me gusta de las niñas, pirata; ¿wachas?, me gusta enseñarles, besarlas, acariciarlas despacio, con cariño.

Conversa en un salón de clases, frente al maestro y ante la grabadora encendida. En lo que la charla transcurre, al profesor lo solicitan en la dirección del penal. Cuando el maestro regresa, el Guato tiene una mueca de molestia sobre su rostro: no me vuelvas a dejar solo, cabrón, me da un chingo de miedo la soledad.

Tiene su móvil el temor. El Guato había caído varias veces a la cárcel, por delitos diversos, pero jamás por las deudas pendientes que en el curso de la charla cuenta.

 A la morra de mi carnal la quise bravear, me la quería coger porque yo sabía que ella me capiaba, me veía siempre con insistencia, ¿wachas?, yo le pasaba, yo sé bien que simón.

 Andaba bien píldoro, iba con la onda de quebrar a un joto que me había apagado un cigarro en la nalga la noche anterior en la que también andaba bien loco, la neta se pasó de verga, y ya iba sobre él, lo iba a chingar; en eso andaba cuando pasé por el cantón y al ver a la morra con un shortcito, detrás del lavadero, la agarré por la espalda, le puse una punta en el pescuezo y la metí a empujones al cuarto donde dormía con mi carnal. La morra empezó a gritar, por eso llegaron las vecinas, una de ellas bien chacalona, y fue la que me tumbó y me amarró las manos hacia atrás. Luego vine a dar otra vez a la cárcel.

Las letras que intentan enseñarle en la primaria de la prisión, no encuentran cabida en la memoria del Guato. La escuela no se hizo para él, argumenta cada que los maestros le cuestionan sobre su incapacidad de aprender.

Lo que sí tiene bien adentro, y aprendido, son las historias que él mismo escribió.

 

Vengar

Íbamos por un callejón del barrio, un compa, mi prima y yo. El Güero molacho me traía entrado, para mi mala suerte me lo topé en su terreno, habíamos ido a  parar un gallo, en eso que se me cierra y me dice ¿qué tranza jomi, ya no te acuerdas del diente que me tumbaste?. Simón, le dije, en eso se me avienta y me descuenta, no me caí, empecé a tirar trompones, pero él traía de acoples a otros batos, como cuatro.

 Cuando sentí el tubazo en la cabeza miré que se estaban pasando de verga con mi prima, la tenían con los tramos abajo. Cuando desperté estaba en el hospital. Después supe que la habían violado, y que unas putas que iban pasando por ahí nos hicieron el paro, si no la neta que nos hubieran dado piso. Me contaron que las putas madrearon al Güero y a sus compas con los tacones de las zapatillas.

La mirada está paralizada, la voz nomás fluye en la exposición del Guato, sus ojos siguen siendo de gato en la oscuridad. En ocasiones el brillo se intensifica. La voz está en un solo sonsonete, como repitiendo de manera exacta el recuerdo.

 Me aliviané de volada, dos, tres semanas, cuando miré de nuevo a la prima me abrazó y se soltó llorando. Desde ahí supe que me tenía que sacar la espina. Y cómo son las cosas, en menos de un mes me topé al Güero molacho. Andábamos acoplados un compa y yo, acabábamos de comprar unas píldoras, quiúbole, ¿qué tranza, ruco?, le dije al Güero, que me sacó a flote de volada, todavía me dio carrilla. ¿Qué onda, y a tu prima todavía no se le quita lo buenota, qué tranza, no te curaste con los trompones que te surtí? Simón, todo bien, le dije.

 Lo invité a pegarnos una enfiestada, le enseñé las píldoras, le dije que todo arreglado, que reconocía que me había pasado de verga yo también. El Güero me siguió la cura, nos fuimos para terreno, rumbo a un arroyito, cuando se prestó porque estaba descuidado, con toda la confianza del mundo, pues le pegué el primer fierrazo, el morro se quejó y me dijo: aguanta, no seas chacal; fueron sus últimas palabras, le metí como unas cincuenta o sesenta veces la punta, cada que se la encajaba tronaba bien loco el cuero; mi compa, el Ché, el que me brincó a paro, se fue recio; ya estuvo, le dije, vámonos; yo quería que se desangrara despacio, que se muriera solo, no quería matarlo. Mi camarada le quería dar el tiro de gracia. Y no se quedó con las ganas, cuando llevábamos como unos veinte metros de distancia del lugar donde lo dejamos tirado, se regresó, aguanta, se me cayó el encendedor, me dijo, cuando voltié lo miré cargando una piedra, se la dejó caer en la chompa. No te quedaste con las ganas, ¿no? pinchi Ché, le dije. La neta que no me quedé con las ganas, no lo pude resistir, cabrón.

 Pasaron como dos semanas desde el día que le dimos piso al Güero molacho cuando mi prima recaló al cantón. Yo andaba en una baica y ella me ajeró que la llevara a pasear, simón, le dije, trépate. ¿Sabes qué?, te voy a dar una sorpresa, ahorita vas a guachar. Me fui pa’l terreno donde estaba muerto el bato que la había violado. Antes de llegar nos dimos cuenta que estaban los bomberos y un chingo de judiciales, nos acercamos y vimos el cadáver, estaba bien hinchado, a punto de explotar, la morra se soltó llorando, ¿quién es?, me preguntó, ¿te acuerdas del bato que te violó?, le dije. Me abrazó más fuerte y fue un chingo de tiempo más el que duró llorando. Nos fuimos de allí, me daba un chingo de pánico que me fueran a embroncar. Jamás mi prima y yo volvimos a hablar de eso.

Si el Guato ha vuelto a la historia, dice que ni él mismo sabe por qué.

La neta creo que puede ser que me das un chingo de confianza, ruco. Además creo que me van a matar dentro de muy poco y no me quiero ir con todo eso.

Al hablar de su muerte, el Guato clarividencia: sé que será en manos de una ruca, me va a matar. Si lo sabe es porque asegura que lo ha vivido. Entre las celdas, en el pabellón 2, se le han aparecido varias veces sus víctimas, las ha mirado llorar, son tres, aunque en realidad son cuatro las vidas que ha cegado, sólo las muertas se le aparecen porque: el Güero molacho se la merecía, las morras, no.

 

Carnaval

 

Traía en su cuerpo genes similares. Era su prima. La mató.

 Me prendí de ella, ya habíamos cachoriado, pero nunca culiamos, ¿wachas?, para su mala suerte me la topé una noche de carnaval, iba con unos camaradas cuando nos la topamos, ¿qué tranza, ruca, nos sigues la cura?, le dije. La morra no capió, dijo que estaba sola su casa y que mejor se iba ir a cuidarla.

 Andábamos bien píldoros, yo hice como si nada hubiera pasado, pero al llegar al carnaval en caliente me les perdí a mis compas. Me fui al cantón de la prima, iba con toda la onda de culiármela.

 Me recibió y todo bien, me preguntó que si qué onda con el carnaval, yo le dije que me había devuelto para hacerle el paro de cuidar su cantón, ¿wachas?, me invitó a cenar, la neta no traía ni madre de hambre, pero le seguí la cura, para que se sintiera bien. Al rato nos fuimos a la cama, en caliente intenté apañarla, me tumbó el rollo, me dijo que no se hacía, que éramos primos. Todo bien, le dije, le seguí la cura, y me hice el dormido. Necesitaba que se durmiera para empezar a acariciarla, disfrutar de sus piernas.

 La morra se roló de volada, no supe ni cómo, pero cuando me di cuenta ya la había tapado con una sábana y le había metido un chingo de veces un cuchillo que agarré de la cocina. Cuando dejó de moverse la destapé, le tumbé un short de mezclilla y una blusita ombliguera, me la cogí bien chilo, un par de veces, ¿wachas?

 Cuando me cayó el veinte de lo que había hecho era todavía de madrugada. La neta sí me arrepentí, pero tenía que desafanarme. Limpié toda la sangre, envolví a mi prima en unas sábanas y como pude la subí al techo. Donde vive mi tía es un cantón de fraccionamiento, entonces las casas están pegadas, la fui rodando de cantón en cantón, hasta llegar a uno que estaba frente a la de ella. Destapé un tinaco y la metí. Allí se quedó un chingo de tiempo, si no hubiera sido porque la familia de la casa donde estaba el tinaco se empezó a enfermar del estómago, por el agua que tomaban, nunca se hubieran dado cuenta que dentro del tinaco había un cadáver.

 

El cuerpo, desintegrado, lo encontró un adolescente que se trepó al techo a revisar el tinaco. Los médicos legistas se presentaron, pero como había pasado poco más de un año de la noche del homicidio, el cadáver no pudo ser identificado.

–¿Tú crees cómo se ha de haber sentido mi tía cuando encontraron el cuerpo dentro del tinaco de la casa de enfrente a la de ella?.

–¿Tu tía supo qué onda con tu prima, supo que era el cuerpo de ella el que encontraron frente a su casa?

–No, pero las jefas son las jefas, todo lo saben.

 

Oferta al diablo

            Estaba bien chula la roquerita. Buenota de a madres. El Guato haría cualquier cosa por tenerla entre sus brazos.

Frota sus manos acompañando el ritmo de sus palabras. Es la tercera historia de crímenes que él escribió. Toma agua y cada cierto tiempo revira hacia su izquierda, donde está la puerta. Que nadie escuche la conversación había sido condición para narrar lo que nunca antes había narrado.

 Estaba bien chula la roquerita. Me seguía machín la cura. No sabía cómo llegarle. Una tarde de loquera, cuando regresé de un viaje de chemo, la vi a mi lado, estaba viéndome, se me quedaba de clavo. Las rolas eran del Tri y ella se movía toda sensualota. Pinchis piernotas. En eso se me prendió el foco, ¿wachas? Le dije que me iba a aventar un jale bien cabrón, para que ella viera cuánto la deseaba. Ella hacía pactos con el diablo, hablaba con él. La roquerita me dijo que le dijera de qué se trataba. Al rato vas a wachar, le dije.

 Anduve buscando la gasolina, compré un galón, preparé el terreno y fui a buscar el alma que necesitaba. Bajando por uno de los callejones de un barrio que está cerca del monte, me topé con una teporroncita como de unos dieciséis abriles, iba con una bolsa para el mandado, como que sus jefes le dijeron que fuera a la tienda. La agarré por la espalda, le tapé la boca, la tumbé y me la llevé para terreno, allí mismo le apreté el cuello y le metí una punta en la espalda y en la nuca.

 Limpié un pedazo de terreno, tumbé una madre de ramas que había, luego comencé a levantar leños y a ponerlos en forma de estrella diabólica. Formé un círculo en el medio y allí puse el cuerpo de la morrita. Ya era de noche. Me fui por la roquerita. La traje para que viera cómo le ofrecería un alma al diablo.

 Estaba amarrada a los leños, le rocié un chingo de gasolina y le prendí fuego. La roquerita nomás veía. Mientras el fuego crecía recé una oración para que el alma de la morrita se fuera pronto con el chamuco.

 Me fui con la roquerita, y mientras abría sus piernas y yo le metía la verga, me dijo que no había necesidad de hacer lo que había hecho, que si tanto le gustaba, ella me hubiera capiado por placer. ¡Qué verga!, dije, de haber sabido no me la hubiera aventado. Al día siguiente regresé a ver qué onda con el cuerpo de la morrita, y no había más que una estrella de ceniza, derechita, bien formada, marcada sobre la tierra.

 Lo hice porque estaba bien chula la roquerita. Buenota de a madres.

 

Suspensivo el final

            Son similitud de dos bombas con agua que revientan. Son sus ojos. No aguantan lo abotagado. Estallan.

El Guato dice que mejor no recordar lo de la última morrita que enfierró.    

Porque estaba bien chula, porque me rogó que no la lastimara, pero era como si oírla me excitara más, y más.

Traía la onda de ir a coger con mi morrita, ella estaba en la secundaria. Llegué a la tiendita donde la esperaba siempre, me vio y me dijo que no se hacía, que andaba enojada. Agaché la cabeza y me fui para el arroyo, con toda la onda de hacerme una puñeta. Ya estaba cayendo el sol, no sé de dónde salió la morrita, subiendo del arroyo, ella no me vio, me escondí detrás de un mezquite, cuando pasó cerca de mí la tumbé y la arrastré hasta debajo de unos matorrales. Pronto se hizo de noche. La morrita traía una mochila de la Pequeña Lulú, se veía casi tan bonita como ella. Tenía unas trencitas y unos tenis blancos, con una faldita cuadrada, del mismo uniforme de la escuela de mi morra.

Platicamos un chingo, era muy trucha, me decía que yo era bueno y que ella sabía que no le haría daño. Luego empezaba a llorar y a pedirme que no la lastimara, que la dejara ir. De hecho ya pasadas unas horas de estar platicando, me dijo que tenía ganas de orinar, que la dejara hacer, le di chance, todavía me voltié para que no le diera vergüenza. Orinó y todo bien.

Ya no te voy a decir más, carnal, la neta me lleva la chingada, a esa morrita es a la que sueño más seguido, es la que me va a matar.

El Guato quedó libre a las pocas semanas de su voz ante la grabadora. Días después de su libertad por el delito de intento de violación, una nota en el periódico del puerto informaba cómo “Un homicida de cuentas pendientes, confesó sus crímenes al cantinero de un bar”.

intro

Te enterramos para enterrar el olvido. Porque antes no supimos saber de tu existencia. En una canción de armando palomas dicen que resumiste tu paso por los días. Puedo decir ahora con el estómago sumergido, que existes y te llamas juan.

Uno de todos los días te vimos trepado en los camiones. Y cantabas para encontrar la vida en una jeringa. Tocabas un tambor para abrir la compasión en los viajantes. Y tú viajar.

Puedo decir ahora que te llamas juan. Estás dentro no sólo del hueco de la existencia que sólo llenaste con tu muerte. Estás más dentro de la piel esa que trozaste con el metal para entrar en lo que solamente explotan los inmensos que necesitan mirar más allá. Mirabas como perdido, como intentando encontrarte. No lo supimos, porque a ese mundo tuyo sólo entran los valientes, los que por vida tienen cuerpo y mente y nada les importa el qué dirán. Supiste desde que los ojos se te abrieron para encontrar el cerro el río que te vio nacer en ese barrio del infierno, que nada más el nombre te pertenece, y dispusiste de el con libertad. juan. Cómo renunciar escapar fugarte de la sentencia con la que nacen los nacidos para perder. No se puede. Como tampoco se logra transmitir la alegría recia de vivir en madriza. Nadie tal vez supo que el dolor de verte con los ojos empañados te provocaba alegría certera hasta hacerte estallar por dentro. Estallaste mil veces. Y todos bajamos la mirada porque nos rebasa el temor de la mediocridad en la que vivimos desde siempre.

Ahora hemos dicho tu nombre muchas veces, y en un alarido honesto desgarrado del hueco por donde asomaste la luz te suplicó el retorno. Era tu madre estallando arañando la tarde. Intenso juan no otorgas prórrogas. Ella lo supo como tu padre y nosotros lo sabemos.

Trepas ahora en la mente de todos los que nos avergonzamos de tu sonrisa. Estás en un camión urbano y tus palmas golpean la vaqueta. Canta la chava una rola en tu honor. Las monedas suben hacia ti. Tendrás la dosis para eternizar la mueca lúdica vigilada por el dolor de tu mirada. Y nosotros un motivo más para besar la mejilla de nuestro hijo donde dulcemente vives ahora y para forever. (c.s.)

 

Álamos en los ojos / por carlos sánchez

Acomodador de huesos es lo que dice ser don Eustaquio Escalante. En su sombrero se reflejan los años en ese esfuerzo de vida. Nació en Álamos y su profesión de sobar para curar la alternó con la mezcla pegando ladrillos. Ahora a sus cincuentaitantos de existencia por la mirada se fuga la capacidad de construir casas. Sus pasos conocen a la perfección los callejones, el campo, los cerros alamenses. Y hay motivo de celebración en sus ojos cuando mira la fiesta dentro de la gente que visita a su pueblo durante el festival Alfonso Ortiz Tirado.Por la imposibilidad de dominar la cuchara, el nivel, la pala, don Eustaquio trabaja desde hace unos años para el patrón anglosajón. Le vive agradecido porque a él y a su hijo les han dado la oportunidad del empleo.Eustaquio sonríe cuando ve a los músicos que conversan en sobre la presentación de la noche anterior. Luego por su mirada, esos músicos se fugan hacia la ebullición del FAOT.Si a Eustaquio le respondiera esa rodilla que ni él con su sabiduría ha podido sanar, habría observado a su contemporáneo don Isabel López juntando el aluminio donde en el instante previo a sus manos sobre la lata, una jovencita sentía en su garganta la frialdad de la cerveza. El aplastón con la suela de llanta sobre el bote fue certero. El costal en la vida de don Isabel tuvo en ese momento un centímetro más de esperanza para lo que tal vez mañana será la presencia de alimento sobre la mesa de su casa.La sonrisa también se dibujó en el rostro del recolector de botes. ***** El callejón del beso desemboca en la posición de descanso del cadete que vigila. Inevitable para él la impotencia que le provoca la libertad de los turistas exhibiendo sus manos heladas que aprisionan la cerveza. Ya lo dijo Eusebio Ruvalcaba: “aquí todos cheléan en la calle, y nadie dice nada”.Impresiona al escritor el fuero para la embriaguez. Y la celebra. Eusebio extrae de la bolsa de su chamarra la botella diminuta y moja su garganta con tequila. Con sus siempre ojos en infancia despreocupada, el autor de Yo quiero volver a los álamos (ediciones Pentagrama), hace su recuento de maravillas en esta tierra en la que según dice, ha sentido la intensidad del mayor frío entrando a su cuerpo. Nunca antes un clima tan extremo, asegura mientras ya el tiempo le indica la premura de un sorbo más.Por la mañana, antes de la ronda callejonera, Eusebio trepó al estrado para charlar con fanáticos y no de Mózart, sobre esos tips que él recomienda para escuchar al maestro y su magistral obra. Aseguró en esa honestidad también despreocupada, que lo mejor de la publicación de sus tips a manera de libro, es la inclusión de un disco de rolas de Mózart interpretadas por su padre don Higinio Ruvalcaba, el mejor violinista de México de todos los tiempos (eso lo digo yo, no Eusebio).El jorongo es un escudo sobre el cuerpo del escritor, y los ojos otra vez descubriendo la vida un vehículo hacia la emoción. En un cuaderno se escriben las notas para esa novela en proceso. En los escalones del kiosco de la Plaza de Armas hay ahora un vestigio de la mirada auscultando las palmeras, que bien podrían pertenecer a cualquier parte de la tierra. “Y si una foto se dispone, podría decir que este cielo es de la Habana, o de Veracruz, o de Acapulco”. Eusebio se permite imaginar, por eso sueña y viaja en sus letras. Que nos hacen igual viajar. Por allá frente a la iglesia se pasea en su bicicleta otro autor de letras nacionales: Arturo García Hernández, reportero de La jornada. También en sus pedalazos se sostiene una cara de niño. Es feliz.  **** ¿Con piquete? La pregunta la hace el vendedor ambulante. La respuesta en un sí la da el consumidor de ponche: “es el chiste, para que quite el frío”.En un vaso se vierte una pequeña porción de alcohol de caña. Y en las venas el tránsito de la bebida sirve para mitigar el clima que desciende a cada instante.“Es el mejor que se hace en la ciudad”, aclara el señor de pelo cano mientras bebe otra vez del ponche.Calles abajo se topa de nuevo con las ganas de la bebida. Y es una balsa en este mar de frío la olla encima de las brasas que calientan el mejor ponche de Álamos.Contraste contra el ponche es la horda de morritos que se aposentan en el umbral del expendio. La fila se extiende y la desesperación crece. Un grito eufórico cuestionando el tiempo que falta para llegar es la necesidad de tomar para encontrar la algarabía. La moneda cae en el mostrador y los botes se multiplican en los callejones. Celebrar la existencia del FAOT es sólo la urgencia por sentir la felicidad que imprime un trago en la panza. Salud. Y acatar la convocatoria de la música que emerge de todos lados. Bailar. Por los callejones. ****Gira el fuego en torno a la plaza de Armas. La raza se abalanza al encuentro con los malabares y el tronido de tambores. Improvisar la expresión es actitud inherente de los jóvenes. Decir que dentro hay un corazón que desea golpear la vaqueta es una actitud impostergable.Gira el fuego y la música entrando en los cuerpos. Qué perfecto que la energía de El Trolas y compañía, no cesa en la inquietud de musicalizar por la libre, con el grito urgente al final del espectáculo de: con lo que guste cooperar.Si las monedas caen será el pretexto exacto para seguir por las calles de Álamos, golpeando con euforia la vaqueta, dominando el golo que gira encendido buscando el cielo. Improvisar el taller de la habilidad es preciso para los niños que se acoplan entorno a los punketas que se desprendieron desde Obregón y hacia Álamos.En el programa oficial no estaba contemplado el deseo de los niños deseando malabarear el golo. Bendita la nobleza negando la mezquindad. Son cuatro, cinco doce niños acariciando el huele forrado de hule. Y el aprendizaje se dispone. Con la presencia infantil el FAOT cobra otro sentido. La nostalgia estará a partir de hoy en la mente de esos morritos que se posicionaron de la plaza y los callejones. El Ortiz Tirado será la espera de eso lúdicas manos que desean volver al golo. Y de los niños viejos que escrituran la historia de los que se les queda en la mirada como alma.     

Álamos: final de espuma

Carlos Sánchez

Álamos.- Otra vez la reiteración de la vida entrando por los ojos. En su sitio la ópera platillo fuerte aderezado del cello el violín el piano.

En su lugar que son las calles la música de banda inmortaliza al Vale. Canta desde el stereo de un carro y los cuerpo aparejados son la marea sobre el empedrado.

No es agua salada la que provoca el ritmo de la espuma sobre la comisura de la acera. La levadura enlatada es más que el alcohol entrando en el cuerpo, es también el derroche eufórico de cientos tal vez miles de gargantas celebrando la vida otra vez.

Qué si los párpados del burro son la petición de clemencia para esas horas que deberían ser inhábiles.

Cantar es mover la emoción y añadidura del impulso por brincar bailando. Truena la guitarra que es parte de la estudiantina. Y sobre los callejones otra vez el grito para retener en la existencia a don Alfonso, el Ortiz Tirado: pretexto para la fiesta otra vez, la embriaguez otra vez, el beso que se desea interminable: otra vez.

Ay las manos que golpean la vaqueta. La ampolla vestigio de pasión y los oídos aplaudiendo el fuego en el aire. Son cuatro cinco diez los acoplados que mochila en el lomo secuestran la ciudad, incluida su luna a la mitad. Se asoman las palabras después de los malabares y la petición es la moneda: una, dos, para que la algarabía permanezca.

Sobre las piedras las suelas resbalan conduciendo almas hacia el ruido que se oferta año con año. Bajar, subir, encontrar el punto exacto para engullirlo todo con la mirada, el corazón, las manos que pretenden acariciar el cielo la piel la música.

Bailar es permanecer en ese espacio del cual no se puede evadir. La multitud improvisa cercas, marca territorio, allí ellos, los dueños del instante sin más proyecto que felicitar las notas del cantante inmortal. Allá los otros ellos, los dueños de la gala, el poder infinito escoltado por los hombres a su servicio, allá los que mandan el control de la vida, los que se apersonan para la clausura, los bajos no sólo de estatura.

Qué más da si el obrero construyendo música, impartiendo música, ha perdido de vista sus herramientas y en ese extravío un pedazo de su alma. No importa el oficio visto desde arriba el poder todo y prioritario.

Tirar los recursos del maestro que enseña no es tema de preocupación. Los pasos del gobernante deberán tener todo dispuesto para el libre tránsito. Nada importa, la perfección de la imagen es persecución del político que debe servir al político. De los que creen que crear es importante, es cosa mínima y problema de su sensibilidad.

Despotricar un día después del agravio será más que actitud de soberbia, la rabia en el maestro que le imprime la pasión por su oficio.

Volver a la vida unas horas después es constatar que la noche apaga su luz con la oscuridad del día. Levantar la cabeza en resaca es la inevitable realidad encandilando no sólo la pupila, el vientre todo también se vuelve un remolino.

Retorna la imagen de las horas antes. Un subir y bajar de cabezas acompañando las notas de la banda y el Vale.

De esto y mucho más ni se inmutan los personajitos montados en sus carrotes de poder. Álamos dócil presta su región a la violencia del poder, y celebra inherente el grito el baile el beso la canción joven y despreocupado.

Ayer todavía quedaban motivos para encender la euforia. Ahora el fin de la fiesta es una lata de cerveza aplastada.

Un poeta que ha partido ya de la ciudad colonial, se ha llevado en sus oídos el dolor de la ambulancia “que anoche chilló mucho”.