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La cábula

Domingo

 

Carlos Sánchez

 

Se apaga la luz. En mi mente hay un chirriar de llantas. Lo único que recuerdo es que estaba pidiendo una rolita para la morra de la mesa de enfrente.

Miré también unas tijeras de jardinero podándome la cabeza. Te vamos a suturar, dijo la enfermera. Es lo último que escuché.

El Tony me cuenta que no paré de bailar. Tiraste el saco, te soltaste los tirantes, girabas como churumbela en medio de la pista. Eso es lo que me dice el Tony cada tarde que viene a visitarme. Siempre repite lo mismo.

Ahora soy un pulpo, y me salen tripas por todo el cuerpo. Una burbuja incesante se remueve dentro de una botella de vidrio. Es un líquido en agonía. El que me hace vivir.

La primera herida me la hice cuando tenía seis años de edad. Los rayos de una bicicleta me arrancaron un pedazo de cuero del tobillo derecho cuando regresaba de llevarle lonche al amante de mi madre.

Lloré toda la tarde, sobre todo porque me treparon en una ambulancia. El socorrista me limpió con un estropajo, me echó mertiolate y me puso una venda. Luego vino lo del tropezón aquél que me dejó sin tres dedos del pie izquierdo.

Tres semanas duré con el pie colgando de un mecate sostenido de la viga del cuarto de mi abuela. Ella me traía atole de péchitas y me untaba fomentos de batamote. Así te aliviarás pronto, chamaco, decía con parsimonia.

Esta mañana vino la enfermera, movió mis brazos, que pronto empezaré a sentirlos, dice. Que mi ojo izquierdo recuperará en breve la luz, me ha prometido.

Veo el yeso blanco espeso sobre mi pierna derecha, lo único que me viene a la mente es el balón rompiendo el ángulo de la portería del campo de la preparatoria. Me subieron todos en hombros, a nadie se lo he dicho pero fue la primera vez que perdí la conciencia. Un güey que gritaba campeones, campeones, cerca de mis oídos, aplastó con su voz el switch de mi mente. Fue un segundo, tal vez menos. Ese domingo corrimos en derredor del campo con el trofeo encima de nosotros. Después cerramos la calle del barrio y se encendieron las bocinas, y el asador, y las morritas bailando también se prendieron.

Tenía el poder de la mirada. La más chula de ellas llegó ese domingo hasta donde estaba yo, a un lado del barril. Sin decir nada me tomó de la mano y me llevó al medio de la calle, allí mis brazos se pusieron en su cintura y los de ella se colgaron en mi cuello. Bailamos algunas rolas, después nos perdimos entre la tarde que caía. Para esa hora ya la resequedad me hostigaba. Con un beso se te mojará la garganta, me dijo.

Tenía la facilidad de observar y elegir. De tocar y decidir.

Una manguera sale de mi vientre, es la imagen eterna de la piola que detenía la piñata de mis cuatro años. Sobre la televisión está la foto de ese día. Es la única que me tomaron con mis padres juntos.

Rompía el barro siempre que me paraban frente a una estrella. Todos los niños sabían que se había acabado la fiesta cuando la organizadora me vendaba los ojos. Yo adivinaba el movimiento de la cuerda guiando la piñata. Desde esos días supe que podía ver sin los ojos. Sentir es más fácil para acertar el madrazo.

El Tony en su visita de ayer ha dicho algo nuevo: que la última morrita con la que bailaba esa noche, me ha ido a buscar a su casa, que porque yo le di su dirección. Y se baja en un carro de lujo, y lleva amigas, que porque tú le prometiste ir a pasear con ellas, y conmigo.

El Tony le ha inventado que dentro de un par de meses regreso del extranjero. Porque se ve muy ilusionada, no hay noche que no te dedique por la radio la canción aquella con la que según te conoció. Eso me ha dicho el Tony.

Veo a lo lejos una luz verde, un velo corre en mi mente intentando abrir el recuerdo de una mirada. Quisiera estar seguro que son los ojos de ella. Se pierden, están difusos, luego el sonido de los líquidos recorriendo dentro de las mangueras, en una carrera desbordada, aguzan mis sentidos, la mirada se extravía. No es ella. De nadie son los párpados. De nadie las pestañas. Se van.

La enfermera ha vuelto. Me ha pinchado con una aguja de bordar en medio del tórax. No existe la inercia. Sus palabras hablan de días, de meses, años tal vez.

Veo la válvula de un tanque. Recuerdo los días de inflar globos en el parque. Yo te ayudo, le decía al globero quien al final de su jornada me regalaba la bomba que ninguno de los niños acompañado de sus padres, quería.

Iba todas las tardes para dar maromas en el pasto. Las sillas voladoras, la rueda de la fortuna, los avioncitos y el trenecito quedaban lejos de mis ojos. Los miraba girar. A los niños les compraban palomitas, yo regresaba a casa con mis bolsillos llenos de dátiles, y repartía en el barrio. Las palmeras no tenían precio. En ellas habitaban los pichones.

Un torniquete en mi brazo hincha la vena. El color opaco, de amarillo antiguo, me remite a la resortera con horqueta de mezquite, con caja de gamuza de zapato viejo. Las piedras tumbaban nidos, certeros eran mis tiros. Después improvisaba jaulas en jabas de tomate, llorar era el desenlace cuando volvía de la escuela y la tórtola ya no abría más su pico.

Desde hace unos días mis amigos vienen con mayor frecuencia. Las mangueras en mi cuerpo permanecen. Hay ahora en mi costado derecho un aparato que produce calor, su aire llega a mi rostro, mueve la sábana.

No se lo he dicho a nadie. En sueños he visto al amante de mi madre. Conversamos sobre el maltrato de él hacia ella. De los gritos del abuelo jodiendo a la abuela. Me cuenta en confianza que abrirá las puertas para que abandone el cuarto, las mangueras, el torniquete, la aguja, el sonido, la botella, el líquido.

Y sueño que viene por mí el vendedor de bombas para llevarme al parque, donde al final del domingo duermo sobre el pasto. Y amanezco con mis bolsillos llenos de dátiles, rodeado de pichones, con sus pechos hinchados, a punto de estallar.

 
 
 
 

 
 

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