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La cábula

Con M de Mozart, de mezcal y de mujer/ V

Eusebio ruvalcaba 


 

1) ¿Cómo duermes? ¿En qué posición: de ladito, con una almohada entre las piernas, boca abajo, boca arriba? ¿Quién eres cuando duermes: un puerco, un elefante, un perro? ¿Roncas, gruñes, gimes? ¿Sueñas que un batallón te hace suya, o que haces el amor con Marx, o con Hitler, o con tu padre? ¿O  tal vez que arropas a un huérfano o que te condueles de un perro atropellado o que torturas a un hombre bello como un violinista ruso?
2) El joven que no es arrogante no es joven. Beethoven mismo lo fue. Tocó la puerta de Mozart para que lo escuchara. En ese durante, Mozart estaba viviendo sus últimos tiempos, y Beethoven, recién llegado a Viena, quería que el gran Mozart lo escuchara. Pero en ese momento, El Divino se encontraba tocando el piano; cuando Beethoven lo escuchó exclamó: “Muy bien, pero yo lo puedo hacer mejor”.
3) El morbo, eso es lo que me une a ti. Lo había pensado mucho. ¿El amor? ¿El deseo? ¿La comprensión? Sí, seguramente los hay. Pero el morbo, eso en primer término. Por eso siempre quiero verte las piernas, levantarte la falda y tocarte y olerte. Y por eso me gusta que seas un objeto de  deseo descarnado y brutal. Y también por eso me enfurezco cuando te pones esa ropa larga, esos  pantalones o ese vestido cerrado hasta el cuello —y precisamente por eso casi rompo tu ropa interior cuando la huelo. Cómo quisiera que un amigo, el más querido, lo hiciera por mí.
4) Como siempre, se atraviesa la música. Estoy pensando en ti y Brahms se interpone. Tal vez sea que él te quiere amar, que él te desea. ¿Te irías con él? ¿Me dejarías tendido en la cama por él? Si no lo hicieras te despreciaría. Si él te quiere para sí que te posea. Yo también te dejaría por él.
5) Nada hay peor en una cantina que una mujer porque pone a competir a los varones. Una cantina es una selva donde todos los hombres saben con claridad qué clase de bestias son. Cada quien adivina en el que está sentado junto el tipo de alimaña que es. Así sobreviven las cantinas Así pasan días y días en un lugar de éstos. Hasta que entra una mujer. Entonces todo se trastorna. Aquellas bestias cambian de fisonomía. Ahora son hombres bonitos tratando de seducir a una hembra. Ahora unos compiten con otros para ver quién logra atraerla. Y aun esto fuera poco. Pero una mujer en una cantina comete el terrible pecado de distraer a un hombre. De obligarlo a retomar la conversación donde la había dejado. O a repetir lo que ya había dicho. Una mujer vuelve caballeros a los zafios, héroes a los cobardes e idiotas a los inteligentes. La única mujer cuya presencia se agradece en una cantina es la virgen que cuida el lugar. Allí está, en su altar, rodeada de flores que cada mañana le llevan los meseros, el cantinero, los borrachos que se acomiden. Todas las otras mujeres son malvenidas. Así ha sido siempre y así seguirá siendo. En tanto haya cantinas. O cualquier sitio donde los hombres ladren, maúllen —si son maricones—, rujan o barriten.
6) Se disimula perfectamente la mancha de la sangre. Le gustan a cualquier advenedizo que te espía
mientras subes la escalera o bajas del auto. Le van bien a cualquier falda, y, por si fuera poco, me gusta verte caminar con ellos cuando sales del baño sostenida apenas por un par de tacones también rojos —en los que tantas veces he bebido con mis amigos.
7) Un hombre acodado en la barra levanta el vaso y ordena una canción. La que sea, dice, me da igual. Sin manifestarlo, todos aprobamos la decisión del hombre. Porque todos estamos igual de secos, y tal vez una canción sea para el espíritu lo que un vaso de agua para el fatigado. Digo que estamos igual de secos y lo repito. Tan secos como esos insectos que de un periodicazo se quedan pegados en la pared. Como el pellejo de un gato muerto. Como esos amasijos de varas y hierba seca que ruedan al viento. Como cosas en las que nadie repara. Que nadie más ve. Cosas en las que alguna vez hubo vida.
8) Qué hermosa te veías anoche. Me diste gusto en todo que todo no es tanto y que lo mínimo es todo. Dulcemente rocé tus pezones y dulcemente sonreíste. Vi con qué delicia miraste a una mujer. Observaste su cintura desnuda, su espalda, sus piernas. Su tersísimo cutis. ¿Te gustan las mujeres?, te pregunté. Me gustan las espaldas, respondiste. Hablamos de Descartes, y leímos unas líneas de su prosa benéfica: aquella en que habla de los libros como amistad imperecedera. Pensamos entonces en Quevedo. Yo tenía mi mano en tu muslo: por encima de tus pantalones sentí hervir tu sexo. Y mi mano quedó impregnada de tu olor. Qué rico hueles, te dije “siempre me ha gustado mi olor”. Enseguida nos besamos. Parecíamos dos adolescentes tú casi lo eres— descubriendo el amor.
9) Nada más fácil que toparse con esa anforita abandonada a la mitad de la banqueta. Vacía, entre la mierda, entre el lodo, a punto de ser un estallido de cristales. Pero qué sabemos del hombre a quien perteneció. Con toda seguridad no es lo que la sociedad llama un hombre de éxito. ¿Qué habrá en su cabeza? ¿Venganza? ¿Dolor? ¿Derrota? Para mí, una anforita vacía abandonada en plena calle, arrojada a la banqueta desde un automóvil en marcha o por un hombre que camina apesadumbrado me dice más cosas del ser humano que un tratado de psicología. Esa anforita —en la que aún es posible apurar el tufo del ron— que clama por un hombre de verdad. ¿Quién habrá ultimado de esa anforita los últimos vestigios de vida? ¿Quién, con la actitud noble del caballero cirrótico le habrá vuelto a poner el tapón? ¿Sabe ese hombre que está contribuyendo a la armonía del mundo, como el sociópata que cierra la llave del agua luego de lavarse las manos o la boca? ¿Y quién la habrá arrojado al inclemente suelo? ¿Quién? Son preguntas sin respuesta posible, y que el último usuario de la delicada anforita no se habrá hecho jamás. La anforita no deja de ser un corazón palpitando a la mitad de la calle. Por más que queramos darle otro nombre. A la vista de todos. Aun de noche.
10) En las últimas páginas de Bajo el volcán, en aquella cantina donde prácticamente  El Cónsul es asesinado, alguien se le acerca y le dice: “¿Usted sabe que Mozart escribió la Biblia?”. Confieso que cuando lo leí se me erizó la piel. ¿Por qué Mozart?, me preguntaba yo. Porque además Lowry nunca antes lo había mencionado, aunque sí hay referencias a la música (en esa novela hay cantidad inusitada de referencias, pero no como alarde sino como un elemento que empuja la acción). Y más aún, cuando la situación en aquella cantina se torna altamente peligrosa, de pronto se aparece un violinista desdentado que toca su instrumento. Uno pensaría que el violinista representa a la muerte o, mejor todavía, al demonio que ha ascendido del inframundo por su ración de pan dulce.
eusebius1951@cablevision.net.mx

 

2 comentarios

Ara -

Y hermoso, amigo.

Anónimo -

que bello texto. cabrón.