Con M de Mozart, de mezcal y de mujer/ IV
Eusebio Ruvalcaba
1) Por supuesto que me da envidia Lowry. Él, que bebió más que ninguno (el único que se le pone al tiro, digno rival, es Silvestre Revueltas), tenía el hígado de un adolescente cuando murió. Él mío no sirve ni para tacos de hígado encebollado. “Treinta y cinco mezcales en Cuautla”, poema absoluto de Lowry, dice: “Este tictac es el más terrible de todos. Escuchas el sonido del que hablo en barcos y trenes, lo escuchas en todas partes, pues es una condena; es el tictac de la muerte real, no del tiempo; la termita en el podrido maderamen del mundo. Y es la muerte para uno, aunque uno no conozca bien el silencioso tictac del corazón menguando contra el reloj, su palpitar ubicuo y aún más lento, pero que todavía no es el tictac, el tictac de la muerte real, sólo el tictac del tiempo —solamente el son del corazón cuando la alarma del cuerpo rompe a repiquetear aterrada. Vibra el refrigerador en la cantina, afuera, en la calle, la estación rezuma actividad. ¿Qué puede uno decir cortésmente de un teniente vulgar, que oculta una mano ensangrentada, y en ella un cigarrillo, sino que bloquea un rectángulo de endeble luz solar en el que jirones de libertad restallan en el viento y el relámpago hinca palas azules contra el carbón? El trueno azota las montañas góticas, ¿pero por qué uno debe oír, oír y no conocer esta tormenta, verla solamente por debajo de la puerta, visible en sinécdoques de ruedas y un agua parda que satura el arroyo? ¿En estrías como si unas zarpas desgarraran el agua? Las ruedas rompen la estela bajo la celosía. El teniente se mueve, pero la puerta se abre a… ¿Y qué hay de toda esa vida afuera, que no has visto, que soslayas, y excluyes o de la que has huido por plantarte en un desolado bar? No es necesario hablar, conserva un último equívoco; tal vez la muerte real está dentro, no dejes que escape. ¿La llevó el teniente al cuarto trasero? Las escupideras puestas de cabeza pueden indicarlo así, también el vaso. La muchacha vuelve a llenarlo, sirve un vaso de muerte, y si esa muerte está en ella está aquí en mí. En el calendario ilustrado que mira hacia el futuro, los dos renos combaten a muerte, mientras el hombre, el tictac de la muerte real, no el tictac del tiempo, al oír, arroja su canoa a una luna, que se ha elevado para traernos la locura paulatinamente”.
2) Malcolm Lowry tiene un poema que se intitula “Piedras heridas”. Le pido prestado el título para escribir lo siguiente: “Antes que de palabras y preposiciones, los hombres estamos hechos de huesos y vísceras. Recordamos a nuestro padre y las lágrimas sobrevienen. Antes de reflexionar que aquel desencantado viejo fue nuestro padre. Pocos, escasísimos poetas resisten la prueba de fuego de ser leídos durante una cruda mortal. Ordena uno su trago, se abre el libro donde caiga, o, si se trata de un libro conocido, se lo abre en uno de los poemas favoritos, justo ahí donde está el separador o el subrayado verde. Y de pronto aquel poeta se reblandece. Se va haciendo agua hasta que gota a gota va a dar al suelo. Naturalmente que nadie somete la poesía a estas pruebas. La poesía es sublime. Tan grande, tan solemne, tan importante, que no es para leerse en una cantina donde todo es vulgar, procaz, inhóspito. La poesía debe leerse en las aulas universitarias, las alcobas cuando han sido prolijamente aseadas. O también en el avión o, a lo más, en el café. La feroz cruda todo lo echa a perder. Pero también ayuda. Esto es extraño. ¿Cómo va a ayudar una cruda? Simplemente coloca al lector en el umbral de la muerte. Algo que un abstemio nunca podrá sentir. Entonces se lee sin complacencias. Porque no hay atrás de ese acto de leer un afán que vaya más allá del acto de leer. Nadie se preocupa por someter la poesía a un análisis riguroso. Sencillamente se trata de no quedarse dormido, de que la poesía te dé una mano, te ayude a entender que estás vivo, de que entre poesía y cruda sacudan tu espíritu, levanten tu mano y te permitan ordenar la siguiente. La cruda no se deja sobornar —la poesía sí. No admite concesiones. Nada de quedarse con la superficie del lenguaje, por más apacible y sugestivo que parezca. De algún modo la cruda te obliga a ser honesto. Los crudos nunca dicen cosas importantes, pero sí profundas. De dos centímetros de profundidad. Cosas hechas de jirones de vida, resabios de una existencia que está por irse. Los crudos se sienten miserables. Los persigue una angustia que no los deja ni marcar el teléfono. Sudan todo el tiempo. Las manos les tiemblan, y lloran a la menor provocación. Creen que el mundo se va a acabar a la vuelta de la esquina. Por eso desconfían de todo. Porque no saben dónde se va a producir el primer golpe. Y, acaso por eso, aquilatan como nadie la dulzura y la comprensión. Aunque sea unas cuantas gotas. Porque si no les entra la desconfianza. Leer en una cantina aísla más al individuo. Lo pone más en contacto con su mundo interior. Una cantina no es una biblioteca. Y digo que aísla más al individuo porque es él y el libro. Afuera el mundo bulle. En forma de violencia o de arte, de desplomes financieros o de encuentros amorosos, afuera nadie se detiene a pensar en ese lector encontrándose con la poesía. Un encuentro intrascendente. Aquí no hay suplementos ni canales culturales para tomar nota. Nadie le pide una entrevista a un crudo para saber cuáles son sus libros de cabecera. Nadie se acerca a un crudo para mirarle los ojos mientras lee. Para captar en su mirada esa chispa de misericordia divina, de que aún le está permitido leer ese poema. El crudo no tiene más elementos para gustar de un poema de los que tiene un niño. Ambos sienten en carne propia el misterio de la poesía. Ambos levitan cuando escuchan o leen ese poema. Tal vez por eso un crudo lee un poema como si fuera el último. Porque está harto de palabras. Quiere hechos. Quiere sentir. Quiere que el poema le haga sentir cosas. Sentir alivio o conmiseración. Si ya siente sobre sí toda la podredumbre humana, es justo que el poema le retribuya piedad. Una cruda reduce a un hombre a su condición verdadera: la de un insecto. Un bicho que puede ser aplastado de un pisotón. A su lado, todo es grandioso y vale la pena de ser enaltecido y ponderado. Un crudo sabe que una brizna de hierba tiene más importancia que la que él podrá cosechar algún día. Un crudo lo sabe y no opone resistencia. Por eso lee con fruición. Porque el poema no le exige cuentas. Lo acepta como es. Sin reparos. Menos que una brizna de hierba”.
3) Bebo un mezcal más, escucho la Sinfonía concertante para violín y viola de Mozart y evoco a una mujer de la que estuve clavado hace tantos años como mezcales se bebió Malcolm. ¿Qué habrá sido de su vida? ¿Valdría la pena averiguarlo?
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