Crónica y vocación
Carlos Sánchez
Tardan es la marca del sombrero: tipo Panamá. La sombra del ala le cae a medio rostro. El gabán mediano le rebasa la cintura hacia abajo. El pantalón de mezclilla es azul, con el dobladillo que marca la época del pachuco. Zapato negro, con lustre.
Las suelas con las que pisa Humberto Ríos Navarrete, periodista de Milenio, recorren el Zócalo, a propuesta del reportero que toma nota como preámbulo a la entrevista con Ríos Navarrete, quien conoce la ciudad y su corazón, porque “tengo más de toda la vida en el D.F.”
Desde el punto de partida que es la Catedral Metropolitana, el autor de Crónicas Urbanas, sección semanal del diario de marras, guía el recorrido.
Estacionarse en una de las entradas hacia el campamento del Zócalo, es motivo de reclamo de unos de los comisionados (que resguarda la esfera pejecuartel) quien le espeta al reportero que en el diario donde trabaja “dicen puras mentiras”.
En el mismo lugar, uno de los personajes mayores del movimiento, Jesús Ortega, conversa con adherentes del movimiento. Humberto observa.
En ese estacionarse para observar, los conceptos sobre lo que es el ejercicio periodístico, brota en la voz del cronista. Hay una actitud inherente, inevitable, por elección, de observar, narrar, contar. Que las declaraciones están negadas para sus oídos, no, pero sí es prioridad construir sus textos a partir de lo que escucha, huele, mira.
Las declaraciones las darán los medios todos, de manera por demás emergente, “en unos minutos las declaraciones de Andrés Manuel estarán en los portales de Internet, lo que acontece con la gente, alrededor del movimiento, no”.
Reiniciar la marcha hasta detenerse en otra de las entradas. Y el acceso a la prensa está negado. Cada vez se cierra más el campamento. Acompañados de los pasos sobre los zapatos negros, Humberto construye con el índice de su derecha el mapa del campamento, son sus ojos los que ubican el color gris, blanco y amarillo del campamento donde dicen mora López Obrador.
“Y hasta parece que ya nos estamos albureando”, subraya, por aquello de que el color amarillo está más abajo, y mueve ágil su mirada, el índice, las palabras.
A la par de la caminata las voces se diversifican, la prohibición al acceso es una sola. No hay entrada para nadie, ni para el reportero. Quienes sí puede entrar, a decir del que cuida la puerta, son aquellos que portan gafetes cuya imagen impresa es una caricatura del Peje que sonríe.
Aguzada la intuición, sagaz el oficio. Humberto no desaprovecha la oportunidad para convocar a don Martín Domínguez, quien ese instante se escurre hacia el corazón del campamento. El cronista se las ingenia y ante sus preguntas está ya don Martín quien con desenfreno narra el cómo y por qué dejar su ejido, la tierra tamaulipeca para sumarse a la lucha.
La pluma en la diestra de Humberto hace lo suyo sobre una hoja de la libreta de taquigrafía.
Después el acuerdo con don Martín para que más tarde un fotógrafo registre en su cámara la resistencia del rostro del campesino tamaulipeco. El septuagenario que asiente. El cronista que anota con la pluma los datos necesarios para esa próxima viñeta a construir.
El recorrido es tan fugaz como productivo.
En media hora está el boletínEntrar a un café es necesario para reposar y beber, preguntar y grabar.
El capuchino en sus ojos, su garganta. En una mano el reloj de extensible café, de piel, en la otra un Marlboro encendido.
Humberto es la capacidad de asombro, el niño que siempre pregunta, y pregunta. La emoción se desboca al reconocerse preguntón, curioso, empedernido reconstructor de hechos.
Citar un acontecimiento es también necesario, y en la conversación revive Tláhuac con los policías linchados.
Ríos Navarrete dibuja con palabras -metáfora que en un momento de la entrevista él construyó- el instante de observar, también al través de las palabras, cómo la gente ponía fin a la vida de unos de los tres policías.
En el ejercicio periodístico, y bajo encomienda de su editor, el cronista entrevistó a un reportero de T.V Azteca, quien por la premura de nota en televisión, no pudo contar a detalle lo vivido ese día trágico.
Recordar uno de los detalles más impresionantes es el símil de un cuchillo que se encaja en la cicatriz: “el reportero me dijo que habló a la Policía Federal Preventiva, y que al decirles que estaban matando a unos policías en Tláhuac, la respuesta fue que en media hora enviarían el boletín”.
El reportero insistió y la respuesta fue la misma. Eso sólo lo sabría la sociedad al encontrarse con la crónica firmada por Humberto Ríos Navarrete.
Vocación perenneCabe la angustia en la mirada, en el recuerdo. Si bien es cierto el género de la crónica da el privilegio de narrar con lujo de detalle, también exige a personalizar desde la observación, desde la sensibilidad.
Observar es actitud indispensable. Humberto tiene ojos en la espalda, en los costados.
Observa mucho más allá porque el olfato así lo determina. En ese ver, oír, sentir, vive la actitud de la sencillez, de la capacidad de pasar desapercibido, de perderse entre uno más de los muchos que recorren las calles de la ciudad.
La pretensión está negada de manera natural, por eso desde hace veinticinco años, desde que inició su oficio de la pluma, hasta hoy, ningún libro lleva su firma, aunque ha sido antologado en
El fin de la nostalgia, nueva crónica de la ciudad de México (ed. Nueva imagen), entre otros.
Escribir para publicar en el periódico satisface su vocación.
Hay un par de tazas cuyo color café es vestigio del capuchino. Dos o tres colillas de Marlboro que tocaron los labios durante la conversación.
Salir es inevitable, retornar a la calle para tomar el metro, para llegar a la sala de redacción, y en el camino aprehender los conceptos del género crónica que se reducen a una frase: “narrar lo que ocurre”.
Antes de pagar la cuenta, y salir del café, la pregunta es sobre si el cronista puede celebrar la existencia del fenómeno voto por voto, del aposento de los un chingo de ciudadanos en el Zócalo, en Reforma.
Preciso, conciso, como su estilo, sus textos, Humberto Ríos Navarrete responde: “celebrar que hay nota”.
Después una carcajada es el preámbulo para que los ojos del cronistas se encuentren de nuevo con la ciudad, con la estación Allende, donde sin dejar de construir en la memoria la crónica que sigue, apunta el abandono del metro por parte de las autoridades.
“El metro –por ejemplo – siempre es materia para narrar”.
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