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La cábula

Literatura

también la risa

carlos sánchez

 

Sé que en las sienes se concentran las pulsaciones del corazón. En la espalda el cansancio de sentir. Es un saco de cemento, una carretillada de arena, soldar el estribo de un Ford 56.

Con los lentes oscuros para que la flama no afecté la pupila. Protegerse el cuerpo tiene la posibilidad, lo de adentro es más complejo: no cabe en el interior una careta, los guantes, el cubre bocas. Vulnerables estamos en el oficio de la carrocería.

Ayer miraba los guardafangos, las defensas, quitaba los empaques de las puertas, lijaba los lienzos, sacudía la grasa de la superficie y untaba con una pistola de aire el color elegido por el cliente. Cambiaba de identidad el físico de los carros; obtenía monedas que luego dejaba por ahí.

Me era una delicia escuchar todas las tardes las aventuras de mi primo el Toño. Contaba, por ejemplo, el día que casi lo agarra la policía porque lo sorprendieron robando el cofre de una combi. Y corrió como liebre, por el cerro de la campana, se tiró como venado al otro lado de la barda, se llevó con el cuerpo ramas y alambres, unos cuantos rasguños.

Lo veía gesticulando y ahora sé que es un juglar. Contaba también sus romances, su primer matrimonio a los catorce años.

A la hora de cerrar el taller, donde mi primo ya era el dueño, había tiempo para cascarear con el balón, era la cura inmediata verlo correr detrás de la esfera, subirse en su motocicleta ficticia y verle volar el pelo y la mirada.

Contaba siempre, después de la cáscara, ante una soda y unos panes cochitos, los viernes de cerveza y carne asada también contaba. Nos hacía llorar de la risa.

Su oficio es la reinvención de los carros, en su apariencia, para que se vean lindos. Le gustan las canciones de Los Potros, ama la solidaridad, llena de agua los tambos de doscientos litros y se va a su rancho donde los árboles le esperan por la tarde.

A sus cuarenta y pocos se engulle todavía en su sombrero de palma, irreverente pone un candado al taller y enciende su charanga, se va  al otro lado de la ciudad, porque sabe que allá la paz del silencio le dirá su nombre. Manera atinada de ver la vida ahora.

Antes estuvo el ruido en el cerebro, las dosis de locura hasta llevarlo a la desolación, el llanto por los solventes derrotándolo siempre, la necesidad de perseguir la transa para comer y beber, reír y sentir.

Hubo una vez que se le paralizó la garganta a uno de sus compas, porque la goma de mascar se derrite ante el solvente que se inhala, y se puso morado, el Toño le golpeó la espalda sólo para continuar riendo con el vaivén de la bolsa en su rostro. Eso fue en el corazón del vado del río, el llano de su infancia.

Hubo la otra ocasión cuando se le cayeron desde su combi otros dos carnales. También fueron motivo de celebración los raspones en la piel, la fractura de los brazos.

Había callejones en su mirada, canciones gruperas de los setentas, feria de juegos mecánicos, bicicletas y romances cuya imposibilidad era burlada con gallardía en las palabras del primo seduciendo la adolescencia.

Fueron pasando los días, y de aquel gato muerto por el golpe en la cabeza con el frasco de Gerber donde el primo tenía el resistol que inhalaba, se dibujó en recuerdo, anécdota para la risa porque el vuelo del frasco fue certero. El gato giró en su entorno y aspiró de facto. Ni el Toño ni nosotros lo podíamos creer. Pinchi gato jamás volvió a la barda detrás de mi cantón. Pero sí le pusimos velas y una lápida de madera.

A veces llegaba a la casa, y mi padre que era su tío, lo echaba, porque andaba loco y no se comportaba como la gente.

Pasaron los años y dicen que agarró la onda, ahora ante cualesquier problema el Toño es la balsa de salvación para la familia. Porque su oficio de la solidaridad que ejerce a la perfección le da la posibilidad de echarnos la mano. A todos.

Me quedo siempre pensando que ver al Toño es regresar a mi adolescencia, cuando quería ser como él. Aferrado a las ganas de tener un vocho, la posibilidad del talento para el trabajo, él me repartía del suyo al enseñarme, las ganas de hacer reír y reírme siempre.

Anduve por la vida emulando sus pasos, su energía, sus ganas de crecer en empresa. Él lo ha logado, yo sigo en la emoción de las palabras, de las cuales mi primo me comenta su felicidad por estar dentro de ellas.

Dice más con gestos que con oraciones, que saberme escribiendo le pone feliz, que no cualquiera tiene la posibilidad de decir estas cosas que a veces me fluyen.

Me abraza siempre de su honestidad, yo sigo siendo ese adolescente que le admira, continúo inmerso en las ganas de volver a esos días del taller, donde como vehículo teníamos bicicletas, y ganas de correr para alcanzar un balón.

En las sienes también está la pulsación de su nombre. Y continúa en mí ese cansancio físico de tanto sentir. Y sentirlo un alivio.

¿A dónde van los desaparecidos? / Carlos Sánchez

Con la violencia de una piedra en la cabeza mataron a su hijo. Se lo devolvieron hecho pedazos. Sepultura del cuerpo y la pena de seguir en la espera. Porque al más pequeño quizá también lo mataron. Pero a él no se lo han devuelto.

Hace unos días anduvo por la ciudad Rosario Ibarra de Piedra, compañera de dolor de doña Consuelo, madre de los hermanos Arana Murillo, activistas víctimas de la intolerancia. A ambos los desaparecieron.

Y hace un par de años visité a doña Consuelo. En la sala de su casa comimos coyotas, tomamos café. Me mostró algunas cajas con documentos de los trámites que ambas, doña Consuelo y doña Rosario, hicieron durante tiempo con la ilusión de encontrar a sus hijos.

“Todavía recibo cartas de ella donde me dice: Chelo, no te desanimes, ya verás que vamos a encontrar a nuestros hijos...” Eso, entre otras cosas, me contaba la doña. Y agregar que con la voz quebrada, sería ocioso.

Han pasado más de treinta años y nada más queda ya que el dolor, porque la esperanza se fue al caño junto a un torbellino demagógico: voces de políticos construyendo falacias. Es su oficio y la vía para la riqueza.

Doña Rosario cobra ahora como funcionaria, hace bien su trabajo, declara, defiende, persigue la congruencia y es probable que algún día la alcance. Doña Consuelo vive en su casa, derrotada ya del trajín en busca de su hijo. Los otros hijos, uno de ellos, otrora presidente municipal de Álamos por el PRI, no le dejaron continuar la búsqueda. Ni manifestarse contra los posibles responsables de la desaparición de Marco y Jesús. Y el cansancio también traiciona, porque el cuerpo se doblega ante el dolor y los años.

Marco y Jesús vivieron en la colonia San Juan. Dicen los que saben, sus contemporáneos, que ambos eran chingones para meter goles en los llanos. Que la risa les pertenecía. Indudablemente la ideología también, esa que los hizo desaparecer.

Unos años hace ya me topé con la tumba de Jesús, con un epitafio donde reza que fue un hombre que murió con la cara al sol. Me pavoneé y encontré en esa cruz la esperanza. Ahora que todas las rayas formando cruces en las boletas se destinan al PAN que es lo mismo que PRI y PRD, encontré en la muerte de él esa luz en este túnel infausto.

Creyeron en algo, defendieron lo que amaron. Y desaparecieron. No por gusto. La violencia del poder es implacable; seguirá siendo.

Ahora sólo me (nos) resta recordar a esos carnales camaradas y nostalgiarme de revolución el alma cada vez que paso por el barrio donde tuvieron su casa. O echarme otro sorbo mientras Víctor Jara convoca a desalambrarme la mediocridad. Gritar siempre será mejor que apretujar el cogote por el amor a unos pesos, o a la vida incluso.

(Y qué cabrón: en este momento escucho Casas de cartón. ¿Coincidencia?)

Pues viene a cuento esa visita de doña Rosario, en esos foros de las cámaras donde habita desde mi punto de vista la lentitud, la ociosidad, la vuelta y revuelta hacia el mismo punto. Qué obliga a la doña a su actividad en la política, me pregunto, y concluyo: la ilusión. Porque, ¿qué más puede hacer una madre que vive con la incertidumbre para siempre? La desaparición de Jesús Piedra es vigente en el corazón de Rosario, como debiera serlo en muchos de todos los mexicanos. Pero hasta eso tienen a favor los políticos, somos agachones y olvidadizos.

Por lo pronto la rutina de mis pasos seguirán saludando la fachada de la casa de doña Consuelo. Y en la memoria estarán esas cajas con documentos vestigio de la búsqueda de dos almas extraviadas, dos cuerpos que ocultaron los del gobierno para ocultar así su temor.

Por lo pronto Rubén Blades me hace bailar con ironía y dolor, con ritmo de trompetas y tambores. “¿A dónde van los desaparecidos?” El estribo emerge desde la ventana de una casa de la Hacienda de la flor.

Con William Styron en Tlalpan

Con William Styron en Tlalpan

 Eusebio Ruvalcaba

Tenía yo que conmemorar la muerte de William Styron. Traerlo a mis terrenos, conducirlo por los miasmas de los seres vivos. Así que convoqué a un grupo de amigos: Carlos Sánchez, Diana Violeta Solares Pineda, Jorge Borja, y nos reunimos en Tlalpan, en el parque Juana de Asbaje, donde no hace mucho había un manicomio, conocido como la clínica Floresta. Varias veces crucé el umbral de ese sitio. Una vez un amigo, una vez un maestro, otra vez un pariente me llevaron hasta sus jardines, donde había un asta bandera de la cual me tocó ver atada a una changa. “Es mi amante”, me la presentó mi amigo mientras besaba su hocico peludo. Pero ya no estaba más cuando acudí a visitar a mi maestro, quien salió a recibirme escoltado por una columna de esquizofrénicos, que lo bombardeaban a preguntas. Él me tendió la mano y me hizo la seña de que les dijera a todos ellos que lo llamaban por teléfono; al parecer eso detenía el asedio. Percibí un olor insoportable; el maestro me indicó que varios de esos locos eran coprófagos, y que justo en ese momento venían de comer su dosis diaria de excremento.

Todos estos recuerdos vinieron a mí cuando saqué de mi mochila una grabadora, un libro y tequila y vino tinto servidos en envases de agua natural y de sangría señorial, respectivamente. Ante el azoro de mis invitados, los invité a beber y escuchar lo que habría de leerles y la música que enseguida pondría en el aparato. Dimos un trago, dimos otro, y aquel parque fue develándose ante nuestros ojos como un lugar emblemático, en el que todo era posible que sucediese. Antes de iniciar la lectura del pasaje de La decisión de Sophie que había escogido, oprimí la tecla de play. Mozart sobrevino y colmó nuestros oídos. Se trataba de la Sinfonía Concertante para violín, viola y orquesta. La música permeó el oxígeno que respirábamos y ya no pudimos detenernos. Aquel tequila, aquel vino, se tornaron sustancias que en vez de embriagarnos nos acariciaban, y algo me indicó que era el momento de leer. Tomé la novela, que es mi favorita de todos los tiempos, y la abrí en su página 111: “[Sophie] subió a un vagón del metro que pronto estuvo aún más lleno de lo normal; pero de pronto el tren moderó su marcha con un estremecimiento y un agudo y prolongado chillido y se detuvo. En el mismo instante, se apagaron las luces. Un miedo nauseabundo se apoderó de ella [y no pudo evitar] que la mano que se le acercó por detrás se deslizara hacia arriba, entre sus muslos, por abajo de la falda. (...) No se trataba de un simple manoseo, sino de un rápido asalto a fondo, a su vagina, a la que el dedo buscó cual perverso y serpenteante roedor. [No pudo gritar, y fue tal el pasmo que permaneció encerrada varios días, sin levantarse de la cama.] Sin embargo, la música vino a salvarla. Al sexto día de su encierro, sin ella saberlo, debía haber estado abierta y receptiva a los misteriosos poderes terapéuticos de Mozart, doctor en medicina, porque ya los primeros compases de la Sinfonía Concertante en re bemol mayor la hicieron vibrar de pies a cabeza con espontáneo deleite”.

Carlos Sánchez mira y crónica el de efe

Juan José Flores Nava (El Financiero) 

HERMOSILLO, Son.- A Carlos Sánchez una suerte rara lo condujo a lo que ahora es: periodista, escritor. Sus amigos de infancia, la mayoría, están presos, muertos algunos, adictos prisioneros otros. Porque en vez de autoflagelarse todas las mañanas y recordar que su infancia sucedió entre adictos y prostitutas que se surtían de droga en la casa paterna, Carlos Sánchez no deja de agradecer que tiene vista y que las letras se le cruzaron a su paso. Un beso al cielo, dice, en esta charla con EL FINANCIERO a propósito de su libro de efe (La Cábula Ediciones).

En de efe, claro, Carlos Sánchez anda y relata la ciudad de México. Pero no la ciudad de los palacios, tampoco la de las instituciones devaluadas y corrompidas por la hipocresía y los intereses de un puñado de privilegiados, mucho menos la de las mentiras bien pagadas de la televisión nacional; no, la ciudad que cuenta Carlos Sánchez en de efe es la que quiere ver, la ciudad que él mismo vive, que recorre: la ciudad de la solidaridad, de la lucha, la que grita "no nos vamos a dejar, no esta vez", mientras colma la plaza mayor respondiendo a la convocatoria de su líder; es la ciudad del comercio, de la diversidad cultural y gastronómica, la ciudad de los amigos, de sus compañeros periodistas.

-Este libro es un infarto masivo de los dedos en las teclas -dice Sánchez-. Me fue imposible observar la vida durante el par de semanas en que anduve por allá. En de efe están el ruido y las imágenes del Distrito Federal. Ahí hablo de lo que veo, de lo que me obsesiona, y si le sumamos a esto que fui a la capital en un momento de protesta permanente, donde las voces se unificaban para taladrar la palabra justicia, donde los artistas rasgaban sus guitarras, movían sus pinceles, leían sus obras, donde la gente cocinaba en una hornilla improvisada, donde el aposento familiar fue el pase de Reforma, el Zócalo, no pude escapar a la enfermedad de escribir.

Carrocero de oficio (hojalatero, diríamos en el DF), Carlos Sánchez sabe que eso de pintar carros es más redituable que la literatura en cuestiones de dinero, pero lo que ha podido hacer con el alma, como él mismo dice, a través de las letras, no tiene cómo pagarlo.

-Reconocer este encuentro conmigo, a partir de los ojos recorriendo historias, no tiene precio -sentencia-. Despotrico a veces contra los que se quejan (y me quejo también, eterno incongruente que soy) de que el oficio de escribir no da para comer. Ando en esto de la literatura por amor a los que amo, por la insoslayable búsqueda natural de la vida.

Si se le pregunta por culpa de quién anda en los meandros del periodismo y la literatura, Carlos Sánchez dice que no puede omitir el nombre de Miguel Ángel Avilés Castro.

-Él siempre ha hecho mucho por mí. Trozó y trazó mis primeras líneas, me condujo con buena voluntad hacia la escribidera. Tiene gran responsabilidad en esto que ahora quiero ser, seguir siendo. Cuando en los días de carrocear me lo topé de la mano de su novia, mi comadre La Kila, le pedí un paro: que me alumbrara con su lámpara de experiencia. Y ahora garabateo con más libertad, suelto la pluma. Él me sigue leyendo, a veces me comenta algo sobre lo que escribo. Siempre está ahí, detrás de mis textos.

El de efe de Carlos Sánchez inicia con un texto en el que agradece la generosidad de su hermano. Y cómo no, si alguna vez le salvó la vida. Por eso somete al machito que le sembraron y aprende a decirle a un hombre, de hombre a hombre, "te quiero".

-A mi carnal -dice- le debo el estarte respondiendo ahora, el sentir, el reír, el gozar. Es de él mi vida. Cómo no agradecer que sus gritos me hayan sacado de esas aguas en las que morí un instante. Por él regresé a estos días en los que cuento la felicidad y toco el éxtasis de las carcajadas de mi hermano.

-¿Qué diferencias hay entre la escritura del primer libro que publicó y de efe?

-El primero, Linderos alucinados, es la voz de la raza de mi barrio, de mi pueblo al que llaman ciudad. Está allí el dolor del nacer torcido: la muerte de mi padre, el homicidio del camarada, el pasón de la morrita que idolatraba, el alcohol en las venas de todos ellos, la libido del bato que le gana con la morra a su amigo. Es el barrio y su corazón, la ciudad y su padecimiento de personajes nacidos para perder. En cambio, en de efe el lenguaje es distinto, es un paneo veloz de los días de recorrer las calles, los campamentos, de disfrutar la compañía de algunos cronistas, de beber y preparar el vodka para los amigos; es contar el río revuelto de ese niño sorprendido que conoció el Estadio Azul.

- ¿Cuáles fueron las enseñanzas que le dejó la escritura de de efe?

-Inolvidable será la actitud de la gente, la convicción, la esperanza, el creer que una persona [Andrés Manuel López Obrador] les puede quitar el ruido de las tripas, facilitarles la educación de sus hijos. Y la fiesta. La raza quiere algarabía y aprovecha cualquier tribuna. Cómo olvidar al padre con sus hijos jugando futbol en el umbral de Bellas Artes, cómo desechar de la memoria la mirada de la madre ante su hijo que celebra el balonazo en Paseo de la Reforma. La vida que está en de efe me abrazó y me hizo diferir una vez más de esa sandez de los medios que chingan y chingan con que el Distrito Federal sólo es violencia.

-Lo cuenta en el libro, ¿pero qué le maravilla de la mega ciudad y qué le horroriza o detesta?

-Me maravilla la velocidad, el ruido, es un performance constante, perenne. Detesto la mentira, sobre todo la del político. Me encanta la resistencia, la habilidad del ciudadano para llevar de comer a su hogar, me entristece el discurso hueco, alevoso, del político.

-¿Cómo anda el periodismo aquí en Sonora?

-Se ejerce por vocación, en mi caso por esa necesidad de darle voz a los que no la tienen. Mis textos van a la sociedad, a decirle a los lectores qué siente el leñador, el fabricante de ladrillos, el drogadicto, el que delinque. Me molestan las notas principales de los medios locales: siempre la declaración del funcionario, siempre la banalidad del espectáculo político. Y agredir a los "delincuentes pobres" es el deporte favorito de editores y reporteros: mercado sin riesgos, ganancias a manos llenas. La nota amarilla ha formado un par de periódicos nuevos por acá. Y ninguno de ellos con sección cultural. Así que ejercer el periodismo es fácil, pero publicar no tanto.

Juan José Flores Nava (El Financiero)

Carlos Sánchez abandonará por unos días su natal Sonora para presentar en el mismísimo Distrito Federal su libro de efe. Eso será el martes 31 de octubre en el bar Tapas La Araña (Campeche 228-B, Condesa), a las 20 horas, con los comentarios de Eusebio Ruvalcaba y Víctor Roura.

Crónica en tres movimientos

por martín aguilar cantú 

Enamoramiento

“Lo primero que sentí de él fue la fiebre: en la cara, en la boca, en los labios. Diría que también en el alma si el alma no fuera una soberana abstracción. Pero sí, también en el alma: el alma era la llama”

 

(Fernando Vallejo en El Fuego Secreto)

Marco es un cabrón, pero me quiere y no desea verme solo en eterno autoabrazo. El último sitio siempre, after de afters, será el Jardín Cruz Blanca, que a poco tiempo unió sus fuerzas al Wateke borrándose toda división entre ellos. El Jardín siempre fue lugar de encuentros para mí, de encuentros con el amor y con los amigos, de ahí que muchos hayan rebautizado este lugar con esnobistas nombres: arte dancing club, café glamour, vivo vivo gay ladies bar. Wateke y Jardín soy yo ?en libertad de alcohol y tabaco?, alterado, al antojo de mis varoniles urgencias, goloseándome, asesinando mis temores. La noche que conocí a Víctor yo iba dispuesto a todo con tal de divertirme y olvidar los duros años de estancia en una tierra hostil y ajena que tan poco regala al ocio creativo. El ambiente, aunque por la hora ya carente del brillo de antaño, me sedujo; también una mirada que atravesó mis pensamientos. Una antigua norma de ética personal me prohíbe el contacto con los enamorados de los amigos, esta vez, ninguna regla me detendría: supe que sería sólo para mí. Al poco tiempo de conversar Marco, Víctor y yo, sentí un brazo que rodeaba mi cintura, me comunicaba extrañas sensaciones a través de la piel. Ni un minuto pude estar lejos de su presencia. Siempre pensé que aquel que fuera capaz de hacer tres cosas por mí y para mí en una sola noche se quedaría para siempre con mi corazón. Víctor lo sabía, alguien se adelantó a decírselo: me cargó, bailó vallenato conmigo y me dijo que sería suyo.

 

Estamos bateando basura


 

Julián Herbert 


No importa si eres sacerdote, borracho, maricón o policía. No importa si vives en la Del Valle, en Hong Kong, en Las Gradas o en la luna. No importa si tu hobby es escribir discursos, matar árabes, pescar ostiones en Guaymas, limpiar baños en Durango o fornicar en los hoteles de Calzada de Tlalpan con muchachas chaparritas. Hay algo en lo que estoy totalmente de acuerdo contigo: lo que más abunda en la atmósfera es oxígeno e hijos de puta. Y no lo digo para complacerte, no, ni mucho menos para hacerte creer que tú y yo somos mejores, nada de eso: estoy hablando completamente en serio. Ahora que, tú bien sabes, de vez en cuando aparecen personas luminosas.

Hay una vecindad a donde voy a conectar de vez en cuando. El cuarto del Bueno está al fondo. Es una habitación destartalada: apenas una cama, pósters de desnudos, una gramera, bolsas de polvo y piedra y, me imagino que debajo del colchón, más dinero del que a ti y a mí nos pagan por trabajar durante meses. Para llegar a ese cuarto es necesario atravesar un pasillo. En él te encuentras chavitos jugando futbol, señoras tendiendo la ropa, muchachas de dieciséis paradas junto a las puertas laterales repasando catálogos de Avon. Ya sabes, all that crap que luego sale con cámara movida y grano abierto en ese dizque Nuevo Cine Mexicano.

Al fondo del pasillo, junto a la puerta donde despacha el Bueno, está sentado don Chago. Siempre trae puesto su overol de barrendero municipal, aunque se le nota en la manera de moverse que ya se jubiló. Sostiene junto a la oreja un radio de pilas del que surge la voz esquizofrénica de un cronista deportivo.

—Quíubo don Chago, ¿cómo le va?

Se seca el sudor con un paliacate rojo y contesta:

—Aquí nomás, como siempre: bateando pura pinchi basura.

Nunca me animo a preguntarle si lo dice por alguien en particular. Mejor así: me doy un pase, luego otro, y ya siento en la piel cómo los jardineros se atragantan de hits, el Houston Jiménez estruja entre sus dedos un vaso desechable, don Chago se pasa por el rostro un pañuelo humedecido y mira su radio de pilas con rencor, las muchachas hacen cuentas severas y aún así no completan para el esmalte o la caja de sombras.

Ponchados cada noche. Compartiendo la derrota.

Julián Herbert: Apostarle a lo decadente es actualizar los valores morales

Julián Herbert: Apostarle a lo decadente es actualizar los valores morales
Esta canción me va a salvar

I. En un cuarto de cuatro por cuatro y foco de 100 watts

Acordes de guitarra y golpes intensos de la batería que reverberan en la habitación son el acompañamiento de una voz penetrante, chillona y aguda, o juguetona en la escala descendente. Sí, como alucinado estaba el autor de Cocaína. Manual del usuario, estirando su voz con ojos entrecerrados, junto con Las Madrastras, banda de la que es cantante y letrista.

Julián Herbert toma un trago de vino antes de seguir cantando; su mano izquierda, asida al micrófono, deja ver una muñeca decorada con un tatuaje en forma de glifo azteca. Una marca personal para aceptar la procedencia de su vena literaria: el lenguaje que brota de la siniestra, de la izquierda; lo alterno, sí; el otro, siempre el otro lado.

II. En la esquina de la calle Magnolia con botella de vino para dos

Yo no educo gente, que los eduquen sus papás —dice Julián al comienzo de este que será un monólogo—. De lo que se trata este libro es que allí hay una tradición por una parte decadente que me ha interesado. Apostarle a lo decadente es apostarle a una visión moral del mundo, a una actualización de los valores morales; es poner en el centro la dicha y la honestidad. Esto es un poco lo que ha jalado a muchos escritores, a los simbolistas por ejemplo, hacia esta búsqueda. Ellos y los románticos le apostaron a hablar sobre las sustancias prohibidas e intoxicantes, y esto tiene que ver con poner en el centro la dicha y la honestidad, insisto, y también con satirizar, porque hay una mitificación de las sustancias prohibidas como si fueran algo terrible o como si fueran la panacea; los dos extremos me parecen muy radicales.

Este libro no sólo es un ejercicio literario. Si te cuento cómo surgió te diré que lo escribí en 1998. En aquel tiempo Luis Humberto Crosthwaith me pidió un libro para su editorial Yoremito. Yo acababa de dejar la cocaína por primera vez, llevaba un año de recuperación después de haber estado echado. Y bueno, en dos semanas me senté y escribí un libro. Se lo envié a Luis Humberto, pero la editorial ya no caminó. Luego, en 1999, Luis Humberto vino a premiar un concurso a Saltillo y en un cuarto del hotel San Jorge leímos por primera vez algunos pasajes del libro bien borrachos y pasados, porque yo había renunciado a mi primera rehabilitación. A partir de allí el libro se convirtió en un artefacto literario.

Yo escribo de manera peculiar. Eusebio Ruvalcaba dice que el único sentido que tiene escribir es tener cosas para reescribir. Y corregí los cuentos de este libro durante siete años. Claro que no siempre, a veces estaban archivados. Una de las cosas que no digo en el libro es que la cocaína te acelera y te inmoviliza al mismo tiempo; puedes hacer un montón de cosas pero no puedes escribir. En mis tres regresos a la cocaína después de que escribí este libro, lo que hacía era corregirlo porque estaba como paralizado, no podía escribir. En esa medida este libro es un ejercicio literario y de vida. Cuando estás pasado tienes ganas de jugar carta y dominó, pero cuando estás muy pasado ya no tienes amigos y escribes.

Mandé este libro al Juan Rulfo porque pensé que ya lo había acabado. También pensaba: ya lo voy a publicar en la editorial patito feliz, y me decía, ya sé quién le va a entrar a esta cosa… Mauricio Bares quiso publicarlo en algún momento, y después Andrés Ramírez.

Creo que mis experiencias más dolorosas con la coca no están en este libro y tienen que ver con un momento posterior. Las fases en las que yo he estado con ganas de publicar este libro ocurren justo cuando hago cierre de cuentas, y en esto ha habido tres momentos. Ahora creo que fue el momento más radical, porque de pronto me di cuenta de que ya me estaba aburriendo. Y la parte dolorosa de eso es interna, cuando te das cuenta de que gastas lo suficiente tu mente como para que las cosas que deberían ponerte lúcido y ser trágicas nada más te aburren.

El libro tiene que ver con un contexto, no estrictamente con la coca, sino con una visión del mundo. Pienso que el mundo es como un vidrio que tienes pegado a la nariz: no ves ni lo que está afuera ni lo que está adentro; no ves ni el vestido ni el coche que te va a atropellar. Para mí, en algún momento, este libro significó hacer una distancia para alcanzar a ver el vestido sin que te atropelle el coche.

¡Ah!, y quisiera decir una cosa sobre la aceptación del estilo de vida; el libro está lleno de ficción: hay un enfermero, un vampiro, Sherlock Holmes, aparece un chavo que se inyecta speedball —algo que nunca hice—. En muchos sentidos es un libro de cuentos y luego, claro, la relación con la cocaína y la aceptación pública. No siempre he sido escandaloso acerca de eso, pero siempre he sido claro en mi relación con la cocaína. Escribí sobre ella en diferentes lugares, incluso aquí en Saltillo, en donde me costó un escándalo en la prensa y una discusión con uno de mis mejores amigos. Pienso que a mí no me tienen que acusar, a mí que me pregunten. En aquel tiempo nadie me preguntó ¿consumes drogas? Me preguntaron si me haría un examen antidoping y dije que no, porque nadie tiene derecho a pedírmelo. Pero no hubo nadie que preguntara; yo siempre he dicho que sí.

Este libro es para mí un trabajo de literatura. Lo que me importa es la literatura. En la medida que me importa la literatura me importa la transgresión como parte de mi vida y como parte de mi escritura, porque es una mirada hacia el exterior, hacia un contexto cultural.

Me tocó un jurado radicalmente bueno: Francisco Hinojosa, Mario Bellatin y David Miklos. Son tres escritores que me importan, pero sobre todo tres lectores que respeto muchísimo. He tenido como maestros de prosa a uno en contacto directo, que es Jesús de León, uno de los mejores prosistas de este país que nadie pela. El otro es Francisco Hinojosa; me parece un narrador espléndido.

La prosa me cuesta un chingo de trabajo. A los poetas de este país nos cuesta mucho trabajo la prosa. Como que hay dos extremos: el que no sabe escribir prosa y el que escribe, como la tía solterona de Artemio de Valle Arizpe, una prosa superengolada; digo, entre los poetas, claro. Me interesa la prosa verdadera de la narrativa. Paz intuyó muy bien que el verso era lo natural y la prosa era el artificio. Pero la primera prosa, la de menos artificio de las lenguas romances o la de la lengua inglesa constituyen una prosa cuyo artificio nos engañó; durante mucho tiempo pensamos que el verso era artificial y que el lenguaje natural era la prosa, porque la prosa era de tal modo espléndida que nos pareció más natural que el verso. Ésa es la prosa que me interesa más, la prosa que es lo suficientemente buena para verse como el habla coloquial.

Nos despedimos. Él volvió con Las Madrastras y yo comencé a deslizarme entre las luces de semáforos y autos que daban tonalidades al pavimento nocturno. Recordé a Julián, a mitad de la entrevista, cuando de pronto se quedó callado, sonrió apenas mientras sus labios hablaron:

—No sé por qué te digo estas cosas.


Claudia Luna Fuentes
Claudia Luna Fuentes
Julián Herbert

epigrama

mientras allá en el la ciudad la algarabía de la feria del libro

él se deleitaba en su encierro: leyendo un libro.