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La cábula

también la risa

carlos sánchez

 

Sé que en las sienes se concentran las pulsaciones del corazón. En la espalda el cansancio de sentir. Es un saco de cemento, una carretillada de arena, soldar el estribo de un Ford 56.

Con los lentes oscuros para que la flama no afecté la pupila. Protegerse el cuerpo tiene la posibilidad, lo de adentro es más complejo: no cabe en el interior una careta, los guantes, el cubre bocas. Vulnerables estamos en el oficio de la carrocería.

Ayer miraba los guardafangos, las defensas, quitaba los empaques de las puertas, lijaba los lienzos, sacudía la grasa de la superficie y untaba con una pistola de aire el color elegido por el cliente. Cambiaba de identidad el físico de los carros; obtenía monedas que luego dejaba por ahí.

Me era una delicia escuchar todas las tardes las aventuras de mi primo el Toño. Contaba, por ejemplo, el día que casi lo agarra la policía porque lo sorprendieron robando el cofre de una combi. Y corrió como liebre, por el cerro de la campana, se tiró como venado al otro lado de la barda, se llevó con el cuerpo ramas y alambres, unos cuantos rasguños.

Lo veía gesticulando y ahora sé que es un juglar. Contaba también sus romances, su primer matrimonio a los catorce años.

A la hora de cerrar el taller, donde mi primo ya era el dueño, había tiempo para cascarear con el balón, era la cura inmediata verlo correr detrás de la esfera, subirse en su motocicleta ficticia y verle volar el pelo y la mirada.

Contaba siempre, después de la cáscara, ante una soda y unos panes cochitos, los viernes de cerveza y carne asada también contaba. Nos hacía llorar de la risa.

Su oficio es la reinvención de los carros, en su apariencia, para que se vean lindos. Le gustan las canciones de Los Potros, ama la solidaridad, llena de agua los tambos de doscientos litros y se va a su rancho donde los árboles le esperan por la tarde.

A sus cuarenta y pocos se engulle todavía en su sombrero de palma, irreverente pone un candado al taller y enciende su charanga, se va  al otro lado de la ciudad, porque sabe que allá la paz del silencio le dirá su nombre. Manera atinada de ver la vida ahora.

Antes estuvo el ruido en el cerebro, las dosis de locura hasta llevarlo a la desolación, el llanto por los solventes derrotándolo siempre, la necesidad de perseguir la transa para comer y beber, reír y sentir.

Hubo una vez que se le paralizó la garganta a uno de sus compas, porque la goma de mascar se derrite ante el solvente que se inhala, y se puso morado, el Toño le golpeó la espalda sólo para continuar riendo con el vaivén de la bolsa en su rostro. Eso fue en el corazón del vado del río, el llano de su infancia.

Hubo la otra ocasión cuando se le cayeron desde su combi otros dos carnales. También fueron motivo de celebración los raspones en la piel, la fractura de los brazos.

Había callejones en su mirada, canciones gruperas de los setentas, feria de juegos mecánicos, bicicletas y romances cuya imposibilidad era burlada con gallardía en las palabras del primo seduciendo la adolescencia.

Fueron pasando los días, y de aquel gato muerto por el golpe en la cabeza con el frasco de Gerber donde el primo tenía el resistol que inhalaba, se dibujó en recuerdo, anécdota para la risa porque el vuelo del frasco fue certero. El gato giró en su entorno y aspiró de facto. Ni el Toño ni nosotros lo podíamos creer. Pinchi gato jamás volvió a la barda detrás de mi cantón. Pero sí le pusimos velas y una lápida de madera.

A veces llegaba a la casa, y mi padre que era su tío, lo echaba, porque andaba loco y no se comportaba como la gente.

Pasaron los años y dicen que agarró la onda, ahora ante cualesquier problema el Toño es la balsa de salvación para la familia. Porque su oficio de la solidaridad que ejerce a la perfección le da la posibilidad de echarnos la mano. A todos.

Me quedo siempre pensando que ver al Toño es regresar a mi adolescencia, cuando quería ser como él. Aferrado a las ganas de tener un vocho, la posibilidad del talento para el trabajo, él me repartía del suyo al enseñarme, las ganas de hacer reír y reírme siempre.

Anduve por la vida emulando sus pasos, su energía, sus ganas de crecer en empresa. Él lo ha logado, yo sigo en la emoción de las palabras, de las cuales mi primo me comenta su felicidad por estar dentro de ellas.

Dice más con gestos que con oraciones, que saberme escribiendo le pone feliz, que no cualquiera tiene la posibilidad de decir estas cosas que a veces me fluyen.

Me abraza siempre de su honestidad, yo sigo siendo ese adolescente que le admira, continúo inmerso en las ganas de volver a esos días del taller, donde como vehículo teníamos bicicletas, y ganas de correr para alcanzar un balón.

En las sienes también está la pulsación de su nombre. Y continúa en mí ese cansancio físico de tanto sentir. Y sentirlo un alivio.

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