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La cábula

Con M de mezcal, de música y de Mérida

Eusebio Ruvalcaba

1) No puedo escribir más sobre borrachos, adúlteros, misóginos, hombres hechos polvo, que para el caso es lo mismo. Porque se traslapan, se enciman, se confunden entre sí. Y pareciera que el único leit motiv es un bebé incapaz de franquear el umbral. Prefiero escribir sobre la nada: ese corazón que ha dejado de latir, esa alma que se quedó enredada en la jaula del perro.
2) Gracias al esfuerzo de Eugenia Montalván, presento Un año con Mozart. 52 tips para escuchar a Mozart en Mérida. Extraigo los siguientes fragmentos de una crítica musical firmada por Eduardo Puerto Molina y publicada el 17 de enero de 1962 en el Diario del Sureste de la Ciudad Blanca: “Al decir que este hombre [Higinio Ruvalcaba] es un gran violinista, queremos significar que no solamente es un virtuoso en el sentido más noble que se le da a este vocablo entre los entendidos, pues posee un dominio increíble de la técnica del instrumento al mismo tiempo que su destreza se subordina a la producción de bellezas sublimes, sino que él se revela en todo momento un intérprete infalible de las intenciones del autor, un músico innato de cualidades pocas veces tan elevadas, tan exquisitas, tan intensas y al mismo tiempo tan peculiarmente personales. Es imposible oírlo sin que el espíritu sea conmovido por el más puro deleite estético. (...) No recordamos haber escuchado la sonata de César Franck (y se la hemos oído a Thibaud y a otros violinistas de la más alta categoría) tocada con mayor sensibilidad, con mejor fraseo, con más compenetración de su esencia musical y humana. (...) Higinio Ruvalcaba es un músico auténtico, un técnico fenomenal, un intérprete cabal y un artista capaz de inspirar y emocionar a un público, llevándolo por los caminos misteriosos de la creación sonora. (...) El público que llenaba por completo el Teatro de la Universidad, institución que patrocinó el acto, supo corresponder a la magnífica actuación de Higinio Ruvalcaba con prolongadas ovaciones. Como bis, el artista ofreció un arreglo suyo de uno de los Caprichos de Paganini”.
3) Mérida siempre estuvo en el corazón de Higinio Ruvalcaba (HR), al punto de que él la consideraba su segunda tierra. Aún recuerdo sus palabras: “Cuando me robé a tu madre nos fugamos a Mérida, luego de casarnos. Porque en Mérida siempre he sido inmensamente feliz. Allí he tenido grandes éxitos porque allí están grandes amigos míos. Y yo entrego todo mi arte donde están mis amigos”. Así, con esa sencillez rotunda se expresaba mi padre cuando se trataba de querencias. Esto tiene varias lecturas; de un lado, la importancia que HR le daba a la música como vehículo transmisor de la amistad. No es casual que cuando entre el público figuraba un amigo suyo por quien guardaba un cariño singular, pusiera su arte al servicio de esa persona. Más dado al silencio verbal que a la expresión exultante, la música se convertía entonces en un medio de enlace idóneo, capaz de hablar por él, de exteriorizar sus sentimientos, de hacer patente su afecto. HR tenía tal dominio del arte violinístico, que era capaz de dirigir su sonido, esto es, su voz, a una persona en particular de aquel auditorio. Pero hablé de varias lecturas. Pensemos por un momento en uno de los cometidos del arte: acercar a los hombres, tender lazos imperecederos entre almas afines. De ahí que aquel violín necesariamente habría de estar dirigido a una persona de sensibilidad peculiar, alguien que entendiese y sintiese cabalmente el mensaje. Cuando digo almas afines esto es lo que pretendo decir.
4) Cada vez que recuerdo le doy las gracias a Dios por permitirme beber una copa más. A Dios lo ha de desbordar tanta gratitud —que si el niño que no se murió en la operación, que si la hermana que regresó luego de tantos días de secuestrada, que si el hermano mayor que se reformó—, un mil razones que de pronto le provocarán urticaria en los oídos. Pero que un borracho le dé las gracias por permitirle seguir con su vicio, le quitará la sonrisa de los labios.
5) El mezcal está a la altura del arte mismo. Contadas bebidas se pueden tomar a modo de aperitivo, durante la comida y como digestivo. El mezcal sí. Como el que lleva por nombre el de Embajador de Oaxaca. Su fino color dorado, que bien recuerda los yelmos de Rembrandt, su cuerpo generoso, que en el cuerpo mismo provoca la sensación de un bálsamo, su bouquet místico —exactamente el mismo que dejan los labios de una mujer tierna— y su suave sabor, que da esa extraña sensación de tocar la dulce noche, lo tornan bebida ideal para acompañar las sonatas de Mozart.
6) El lugar está lleno. Ni siquiera es posible beber en la barra. O cuando menos beber con esa comodidad que la barra siempre parece prodigar. Comodidad y paz. Pero un brazo siempre cabe entre dos hombres. Mi brazo, que extiendo hasta llamar la atención del cantinero y pedirle mi bebida, que se apresta a servir. Un hombre toca el violín y otro el piano. Porque en esta cantina hay un piano vertical. Dicen que los músicos vienen aquí a tocar. Que intercambian tragos por música. Mientras están tocando, todo lo que consuman corre a cuenta de la casa —esto sólo podía suceder en Guadalajara. Tocan dúos de compositores del violín. Kreisler, Sarasate, Wieniawsky… Bebo un par de tragos y el ambiente me absorbe. Como si no tuviera yo ninguna consistencia siento que levito. Escucho arrobado a los músicos y aplaudo con furor. El violinista está aún más ebrio que su acompañante. O cuando menos eso parece, por tocar de pie. De pronto da un brinco y se trepa a la mesa. Sin soltar el violín. El público aplaude enfurecido. Lo que está a punto de ver lo enardece. Porque hay quien incluso se levanta para ver mejor. Como si estuviera en un palenque, el violinista gira y mira desafiante. Da una vuelta completa. Está a punto de caer, pero un equilibrio de último momento lo devuelve a una posición firme. No ha desaparecido esa mirada desafiante. Coloca el violín, mantiene el arco en el aire por unos segundos y toca. Todos escuchamos estupefactos. O es un genio o todos estamos borrachos. Su afinación es asombrosa, su arco conmueve por la firmeza y soltura. Pero la interpretación, he ahí su máximo fuerte. Toca como un dios. Las dificultades técnicas han quedado muy atrás. Un Capriccio de Paganini sucede al otro, y al otro. Hasta que baja el instrumento, agotado. Es un hombre joven. Frisará los treinta años. Suda profusamente. Parece que han vertido sobre su cabeza una cubeta de agua. Tres Capricci  lo han dejado exhausto. Los parroquianos aplauden fuera de sí. Lo ayudan a bajar de la mesa. Alguien se acerca y le pone una botella delante, de la que él da un sorbo formidable. No sé su nombre y prefiero  no saberlo.

eusebius1951@cablevision.net.mx

 

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