El desierto: una estación del infierno
Carlos Sánchez
Víctor Ronquillo me agarra del cuello. Leo la primera línea y hasta no verte Jesús mío. Confieso que el partido de la selección mexicana no pasó sin pena ni gloria, a pesar del insípido empate. Me habla el camarada Froylán Campos para que le caiga a su casa. Y sufrir la vergüenza de los ratoncitos. Me ruboriza no el empate, la deficiencia, la mediocridad de los tan inflados futboleros. Me pone al rojo vivo el tema de los homicidios en Juárez. En el mueble donde está la tele, el Froy tiene una selecta biblioteca, el más pequeño de los títulos, por ejemplo (blasfemia) podría decir que es El seductor de la patria, de Enrique Serna. En el medio tiempo evito los comentarios también insípidos de los conductores de televisa. Y me sumerjo en la violencia contra las morritas de Ciudad Juárez. Víctor Ronquillo, con su especialidad de la casa, en eso de la investigación policíaca, cuenta en voz de familiares de las ultrajadas, violadas, vejadas, asesinadas, la suerte que corrieron las hijas, hermanas, amigas, parientes, en ese lugar del desierto. Olga Alicia escribió un poema, una definición de amor a los 16 años, trazada con unos cuantos versos en unos de sus cuadernos de estudiante: Amor es hacerse llevar/por el viento y la brisa/del mar/ es ser como cristal/frágil y pequeña/... Olga Alicia no se hizo llevar, se la llevaron a la fuerza, y el presunto responsable de su muerte fue el Egipcio, recientemente fallecido en el interior de una celda del penal de Ciudad Juárez. A Olga, como a las otras tantas que llenan la crónica en las páginas de Las muertas de Juárez, de Víctor Ronquillo, les cercenaron un seno y le mutilaron el pezón izquierdo a mordidas. La crueldad es una huella en la investigación de este reportero.
No he podido de parar en la lectura, y el móvil no es mi avidez por la información, es la necesidad de cerrar de una vez para todas el libro que se ha convertido en un acoso constante, en una violenta e incipiente tortura de voces venidas desde la maquiladora, el lote baldío, la salida de la escuela, el antro, para que salde las facturas pendientes que construyen cotidianamente los varoncitos que mutilan la existencia de estas chavas en el desierto.
Quiero apagar de mi memoria el título, el contenido, la historia de Olga, el delirio que me hace doler en cada una de las páginas que construyen ese libro. Qué trascendente es ahora el futbol, el juego de México v.s. Angola, que memorable la hora exacta del medio tiempo de ese encuentro. Topar la vista con el lomo de ese libro y sumergirme en la crueldad ha servido no sólo para despertar los fantasmas: es una necesidad soplar para que el fuego de la agresión desaparezca por siempre de mi memoria, de mi reacción. Que no me incite la discusión, que la mirada baje ante la agresión del chofer del multirruta, y ante el error de la dama que da vuelta a la derecha viniendo por el carril de la izquierda no provoque el más mínimo instinto del animalito que soy. Aunque la temperatura rebase los cincuenta grados. A cada línea que leo, la necesidad de abrazar a las mujeres, en solidaridad, se vuelve más urgente. En el alucín de poder influir para decir qué libros leer y cuáles no, he concluido con que si tuviera esa fuerza, les pediría a todos que no abrieran el libro de Ronquillo, para que no sufran como lo hago en este instante. Tal vez por eso escribo ahora, tal vez por la búsqueda de salvación, de soltar las amarras de esas niñas muertas que se hace nudo en mi garganta. Ayer contaba la historia de Abigail, muerta a manos de un albañil. Hoy quisiera inventar la felicidad en el rostro de alguna niña que juega a las muñecas y desde el cielo un rayo apague la vida de quien se atreva a perturbarla. Por eso no puedo creer en la existencia de Dios. Precisamente por eso: la veracidad implícita en el libro de Víctor Ronquillo, el cual maldigo y bendigo. Una: me hace concluir de nuevo que el mundo es una porquería. Dos: me hace solidarizarme con ellas, las que han caído otra vez en el desierto: una estación del infierno.
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