La ciudad del cielo
carlos sánchez
Quise escribir que hubo tequila. Mi carnal empinaba cerveza. Y hablábamos de la infancia, de ese cuarto diminuto al que mi padre llamaba La ciudad del cielo.
Vivíamos allí, entorno a un catre, una hielera, un radio viejo, unas cajas de envases de sodas, y afuera un tejaban con techo de cartón.
Había frente a La ciudad… un mezquite en el que mi carnal hizo su casa, se trepaba de un brinco, soñaba que era pájaro y algunas veces la madrugada le arrulló entre aquellas ramas que el viento acariciaba. Mi padre lo veía vigilante. Y bajo su tando de lana sus ojos destellaban algo parecido al amor.
En un trago de cerveza mi carnal mojó el recuerdo, y vinieron las imágenes violentas, los puños de nuestros camaradas buscando el rostro de sus carnales, los machetes abriendo la cabeza como cocos y brotando de ahí el líquido rojo.
Quise decir que esa historia no, que la vida de El Coco la guardara en la memoria, que no reinventara la tarde aquella de domingo cuando jugábamos a la violencia y parecimos malditos por convocarla.
Te acuerdas güey, el Ñeras lo alcanzó… era el jefe de El Coco el que corría y de un puntapié derribaba a su hijo sólo para mirarlo gritar en defensa de su sombrero, y cobrar el padre la dignidad con una daga cuyo filo se reflejaba en las piedras del callejón, preámbulo para la ceguera del brillo al hundirse en el vientre.
Era La ciudad del cielo la que cobijaba la infancia, los gritos en berrinche de mi carnal, la carcajada natural de mi padre, el dolor en mis ojos por la diferencia en la querencia. Todo para ellos y para mí lo que restara era demasiado.
Había también un bracero donde todas las tardes el sartén hervía. Había cervezas, cantos desde el radio, conversaciones entorno a suceso trascendentes como el juego de pelota, la fiesta que se aproximaba para celebrar los quince años de la próxima dama en desaparecer (eran los quince la edad exacta para amar, huir del brazo del que todo lo prometiera), había un guiño perenne a la ironía, al vacile inevitable, a la carrilla imprescindible para los defectos de cada cabrón que recalaba al tejaban de La ciudad…
Quise detener la rabia de la impotencia, pero mi carnal se abalanzó con la promesa de acabar con el odiado tipejo que vive para joder, y que el tiempo que duré en llegar la muerte de mi madre y el crecer de su hija, es lo que le queda al jodedor.
Hubo tequila, y en el cerebro de él los cuentos a madrazos vividos en la infancia. Hubo días también limpios, de aguas lechosas en el charco que se formaba frente al cuarto diminuto. Allí el mediodía era más fresco, y los carros aminoraban su marcha, y eran la seducción para trepar en sus defensas y sentir el viento en el pelo. Un viaje gratis por la calle que rodea al cerro, un viaje de trampa y un volver en caminata para cazar la próxima nave que nos llevaría al umbral de la cárcel vieja, donde saludábamos a los compas que estaban torcidos para siempre.
Te acuerdas del Talo… con su espejo caminaba el barrio, pedía un peso, se llevaba el trapo con solvente al olfato, reviraba hacia todos lados, y también se portaba mal, y paraba en el patio de la Peni de piedra siempre, desde allí nos gritaba, decía que le saludáramos a la raza.
Hubo antes rolas de los Ángeles negros, los Solitarios, el Indio. Y conversar con los vecinos, decir que Las Pilas y La ciudad… son los lugares mágicos y por excelencia el paraíso de la infancia.
Lo dijo con sus ojos que dijeron más de lo que el ruido de la quijada puede decir.
Trajo también la algarabía, la crueldad del jefe al lidiar a las damas que tiraban de borrachos sus cuerpos frente al tejaban con techo de cartón; las bromas que desencadenaban en bronca con los cuates que destapaban cervezas frente al charco de La ciudad…
Unos dos tres y pa’ bajo… don Panchito no aguantó que lo mojaran, qué culero el jefe, si el agua le cayó del techo, don Alex nomás pasaba por ahí. Qué pasó, Alejandro, por qué mojas a don Pancho, él no se lleva así contigo.
Hubo también la aclaración a la par de la risa: se dieron buenos chingazos los dos, pero que culero, nomás por la ocurrencia del jefe, nomás por decir qué pasó.
Quise decir que eso estaba olvidado, que no podría escribirlo, que mejor narraría lo del tequila, la cerveza, las risas, que el dolor en el barrio es sólo un invento mío, que sólo la magia le pertenece, que la fortuna de nacer allí nos arropó como regalo del cielo, de La ciudad…
Quise gritar de júbilo, pero sus ojos me lo impidieron cuando sus palabras se estrellaron en mi pecho: de veras, carnal, cómo la perreamos, ¿no?
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