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La cábula

Viñetas

Apuntes sobre la Roma / por Alonso Ruvalcaba

Apuntes sobre la Roma / por Alonso Ruvalcaba

1ESTE TEXTO empieza en la esquina de Veracruz y avenida Chapultepec, avanza a oriente, gira en Nuevo León, toma Sonora, da vuelta a la derecha en Insurgentes, cruza Coahuila, Baja California, vuelve a virar al este en el Viaducto, con su tráfico imposible y sus carriles estrechísimos, da vuelta al norte, en contraflujo, sobre Cuauhtémoc, pasa frente al cadáver de lo que fue el querido cine México (pronto será un condominio enorme de original nombre: Cine México), mira a la izquierda y entrevé la vieja casa de Ramoncito, dobla a la izquierda sobre Chapultepec, lamenta las ruinas de su acueducto (lamenta más el falso acueducto metálico que horripila el camellón) y se detiene, de nuevo, en la esquina de Veracruz. Lo que queda encerrado en trazo es la colonia Roma.

2. YA NO recuerdo qué fue primero: la tormenta que devastó el mercado de Medellín (recuerdo, eso sí, el parque México todo blanco, los vidrios de las casas en astillas, los techos retorcidos y el mercado tumbado en el piso como un niño recién atropellado) o el temblor que hizo mierda todo a su alrededor (recuerdo, eso sí, que caminábamos tosiendo por Coahuila y por Campeche, recuerdo olor a caño y ganas de largarme), pero en realidad no importa: el mercado pervivió. (Como la mayoría de las cosas que hace cualquier gobierno, alguno ridículamente le puso de nombre al pobre mercado Melchor Ocampo. Nadie, por suerte, le dice así.) Tiene una zona de ferretería, otra de simples curiosidades y una más o menos bien surtida de comida. Así, en apariencia, sería como cualquier otro mercado, pues en ninguna de esas zonas está su verdadero ápice. Eso hay que buscarlo en el hecho de que la cada vez más grande comunidad argentina de la ciudad de México (en general, habitante de las colonias Roma y Condesa) lo ha vuelto un delicioso desfiladero oficial, centro de ligue sabatino; y en un corredor, que da a la calle de Coahuila, ante el que se postran varios 'restaurantes' (la comillas no son caprichosas), todos ellos atendidos por mayoras, el modesto equivalente mexicano de la chef femenina. Esta es una de las cocinas mexicanas netas: mole verde con un trozo pequeñito de cerdo, panza: franca e inocente como un perro.

3. NO ME engaño: la Roma, hacia 1980, no era mejor o peor que la Roma de 2006. Los cines tenían permanencia voluntaria pero estaban llenos de ratas (ignoro si ahora lo están; sé que son menos visibles); había programas dobles, pero el sonido parecía emitido desde un túnel del metro; éramos libres de la intragable parejita cinemex, pero el proyector tenía un filtro de cochambre. Junto al cine Gloria, calle de Campeche, había una taquería: Meche. Olía a tizne o a algo que se le parece en el recuerdo; su especialidad, limitada, eran los tacos al pastor. No eran nada pero introdujeron, que yo sepa, el taco con piña a la colonia: una revolución hiperestésica que algunos ultrapuristas aún no acaban de aceptar. Junto al cine Estadio, calle de Coahuila, había otra taquería: Tlaquepaque, que cortaba el bistec en cubitos milimétricos de enorme jugosidad. Todo eso se fue al carajo: el Gloria se convirtió en un antro, El Cine, y el Estadio en un teatro deplorable, el Silvia Pinal, y luego en una iglesia friqueante pero Universal y de Jesús. Para buscar buenos tacos por aquí hay que ir a los viejísimos Parados, en la inveterada esquina de Monterrey y Baja California, cuya chuleta con queso no conoce par, ya no digamos en la colonia sino de plano en la ciudad. Se salsean con pico de gallo. (Hace años, a propósito, había dos Parados ahí: los parados parados y los parados sentados; éste se ha convertido en El Afán, tal vez el único lugar de la Roma que sirve escamoles y gusanos de maguey.) Su rival está, por las noches, sobre la calle Chiapas, pasando apenas Mérida. Una larga parrilla bajo la cual lanzan aromas muchas ascuas de carbón, bisteces muy jugosos y al mismo tiempo con suficiente hollín. Lo mejor: nopales asados, frijoles, cebollas confitadas, salsas bravísimas para sazonar. Más tacos: los matutinos de canasta (orden estricto de preferencia: chicharrón, frijol, adobo y papa) están en la esquina de Monterrey y Tlaxcala, afuerita de La Perla, una miscelánea de toda la vida. La cochinita está sobre Campeche, frente al mercado. No tiene más nombre que Deliciosa Cochinita ni menos lema que 'Más sabrosa no hay, más barata menos': pero su confección se ha concentrado en la ternura, en que el cerdo se deshaga en la boca.

4. Y LAS panaderías, muertas o no: la Luarca, en Tlaxcala, donde vendían vasitos de leche para acompañar el pan; la Monterrey, donde comprábamos conchas buenísimas para sumergir en leche Conasupo; la Gasset, en Medellín, y sus sensacionales medianoches (¿qué fue de la gran medianoche, entre dulce y salada, que dejaba un tenue rastro de mantequilla en las yemas de los dedos?: desapareció poco a poco; una pérdida que valdría la pena recompensar de algún modo); la Espiga y sus moños cubiertos de azúcar y sus pollos rostizados, que en la colonia alcanzan a darse codazos con los Pimpollos, a la leña, de Campeche y Monterrey...

5. HACE MUCHO quiero hacer un catálogo de recuerdos. Caminar por la biblioteca de la memoria y leer los títulos, ocasionalmente tender la mano, libros que se llenan de letras si los abro. Fechas que se desdoblan como animalitos en clase de biología o que se abren como una rajada a través de la cual se ve el funcionamiento de los órganos, del pulmón gris y del negro intestino. Y lo haría para despedirme por fin de esas presencias, sin miedo de que despertaran y me dijeran adiós, pero ahora, la verdad, no tengo tiempo.

La ciudad del cielo

carlos sánchez

Quise escribir que hubo tequila. Mi carnal empinaba cerveza. Y hablábamos de la infancia, de ese cuarto diminuto al que mi padre llamaba La ciudad del cielo.

Vivíamos allí, entorno a un catre, una hielera, un radio viejo, unas cajas de envases de sodas, y afuera un tejaban con techo de cartón.

Había frente a La ciudad… un mezquite en el que mi carnal hizo su casa, se trepaba de un brinco, soñaba que era pájaro y algunas veces la madrugada le arrulló entre aquellas ramas que el viento acariciaba. Mi padre lo veía vigilante. Y bajo su tando de lana sus ojos destellaban algo parecido al amor.

En un trago de cerveza mi carnal mojó el recuerdo, y vinieron las imágenes violentas, los puños de nuestros camaradas buscando el rostro de sus carnales, los machetes abriendo la cabeza como cocos y brotando de ahí el líquido rojo.

Quise decir que esa historia no, que la vida de El Coco la guardara en la memoria, que no reinventara la tarde aquella de domingo cuando jugábamos a la violencia y parecimos malditos por convocarla.

Te acuerdas güey, el Ñeras lo alcanzó… era el jefe de El Coco el que corría y de un puntapié derribaba a su hijo sólo para mirarlo gritar en defensa de su sombrero, y cobrar el padre la dignidad con una daga cuyo filo se reflejaba en las piedras del callejón, preámbulo para la ceguera del brillo al hundirse en el vientre.

Era La ciudad del cielo la que cobijaba la infancia, los gritos en berrinche de mi carnal, la carcajada natural de mi padre, el dolor en mis ojos por la diferencia en la querencia. Todo para ellos y para mí lo que restara era demasiado.

Había también un bracero donde todas las tardes el sartén hervía. Había cervezas, cantos desde el radio, conversaciones entorno a suceso trascendentes como el juego de pelota, la fiesta que se aproximaba para celebrar los quince años de la próxima dama en desaparecer (eran los quince la edad exacta para amar, huir del brazo del que todo lo prometiera), había un guiño perenne a la ironía, al vacile inevitable, a la carrilla imprescindible para los defectos de cada cabrón que recalaba al tejaban de La ciudad…

Quise detener la rabia de la impotencia, pero mi carnal se abalanzó con la promesa de acabar con el odiado tipejo que vive para joder, y que el tiempo que duré en llegar la muerte de mi madre y el crecer de su hija, es lo que le queda al jodedor.

Hubo tequila, y en el cerebro de él los cuentos a madrazos vividos en la infancia. Hubo días también limpios, de aguas lechosas en el charco que se formaba frente al cuarto diminuto. Allí el mediodía era más fresco, y los carros aminoraban su marcha, y eran la seducción para trepar en sus defensas y sentir el viento en el pelo. Un viaje gratis por la calle que rodea al cerro, un viaje de trampa y un volver en caminata para cazar la próxima nave que nos llevaría al umbral de la cárcel vieja, donde saludábamos a los compas que estaban torcidos para siempre.

Te acuerdas del Talo… con su espejo caminaba el barrio, pedía un peso, se llevaba el trapo con solvente al olfato, reviraba hacia todos lados, y también se portaba mal, y paraba en el patio de la Peni de piedra siempre, desde allí nos gritaba, decía que le saludáramos a la raza.

Hubo antes rolas de los Ángeles negros, los Solitarios, el Indio. Y conversar con los vecinos, decir que Las Pilas y La ciudad… son los lugares mágicos y por excelencia el paraíso de la infancia.

Lo dijo con sus ojos que dijeron más de lo que el ruido de la quijada puede decir.

Trajo también la algarabía, la crueldad del jefe al lidiar a las damas que tiraban de borrachos sus cuerpos frente al tejaban con techo de cartón; las bromas que desencadenaban en bronca con los cuates que destapaban cervezas frente al charco de La ciudad…

Unos dos tres y pa’ bajo… don Panchito no aguantó que lo mojaran, qué culero el jefe, si el agua le cayó del techo, don Alex nomás pasaba por ahí. Qué pasó, Alejandro, por qué mojas a don Pancho, él no se lleva así contigo.

Hubo también la aclaración a la par de la risa: se dieron buenos chingazos los dos, pero que culero, nomás por la ocurrencia del jefe, nomás por decir qué pasó.

Quise decir que eso estaba olvidado, que no podría escribirlo, que mejor narraría lo del tequila, la cerveza, las risas, que el dolor en el barrio es sólo un invento mío, que sólo la magia le pertenece, que la fortuna de nacer allí nos arropó como regalo del cielo, de La ciudad…

Quise gritar de júbilo, pero sus ojos me lo impidieron cuando sus palabras se estrellaron en mi pecho: de veras, carnal, cómo la perreamos, ¿no?

...

No me gusta lo que escribo. Es más, me disgusta. Y menos sobre la muerte. Porque hay que decir las virtudes del muerto.

Apenas ayer lo miraba en la memoria, escuchando historias de los presos que eran mis alumnos. Ahora ya no está. Que lo incineraron, informa la prensa.

Tendría que ponerme nostálgico, melancólico, porque lo oí hablar, porque recorrimos juntos un día la ciudad. Y ahora ya no está.

La ponzoña del bigote se enredaba entre sus dedos, y hablaba a borbotones: Rafael Ramírez Heredia...

-carlos sánchez-.

Mi mamá le cortaba enfrente a los zapatos para que salieran los deditos

Mi mamá le cortaba enfrente a los zapatos para que salieran los deditos

Por Carlos Sánchez 

 

Me lo contó una semana después. Lo habían tumbado a la brava: la gorra, la chamarra, los tramos, los calcos y los calcetines.

Venía tambaleándose, por la calleja, debajo de la banqueta, sujetándose del viento, una mancha desde la bragueta hasta la bastilla.

El Frank se orinó del miedo, porque un domingo antes le dieron pa’bajo: un tubazo en la cabeza, una patada en la cara, un rasguño en la espalda con el filo de una daga oxidada.

En la ceniza de un cigarro rebotaban las palabras. Ofrecer es su costumbre, porque es educado. Fumando hilvanó el recuerdo de los madrazos.

En sus dientes encontré la pobreza. Y el café, la nicotina, la libertad de abrir los ojos y el cuerpo intacto -sin agua de nuevo, no jabón, no hay toalla-, hasta cerrarlos de nuevo. Caminar por las calles moviendo las frases, un peso dos para completar el taco.

Me lo contó en descontrol, sugiriendo la historia. Por qué pegan así, me preguntaba. ¿Y las rodillas por qué las encajan en la panza?

Cuando se quitó el suéter para cubrirme la espalda, el color morado le llenaba el ombligo. Y un amarillo de pus corría hacia sus genitales. Es una patada. Me la dio el más pelón.

Que cayeron las monedas en la tierra, Pero las dejaron ahí, no las quisieron, mejor se llevaron el encendedor, los delicados me los quebraron. ¿Quieres esta mitad?

La risa enseñando su labio partido, porque el nudillo lo llevó al impacto. La risa. Reírse de él. Qué gachos, me robaron el encendedor.

La flama es ahora desde un fósforo, y cuidarlos, porque hay minutos de crisis, y si el tabaco se apaga es como apagar la vida.

Quédatelo, es tuyo, tengo muchos iguales en la casa. Y el suéter es un regalo. ¿Te acuerdas cuando me diste unos patines?

El frío se siente más en la calleja, en el umbral del cerro, en ese rincón, el único donde el Frank no sufre lesiones vejaciones trompones.

Desata el cordón del zapato azul, que levantó hace unas horas no sabe de dónde ni porqué, sólo el para qué. Como los que usaba el marido de las Chú. Y bailaba cuando andaba borracho.

Levantando los brazos el Frank imita al que antes bailara por la calleja, y grita como si el recuerdo le obligara. Y la risa otra vez.

Los dientes están en una fila intermitente, enseñándose a la oscuridad, a las palabras, la risa es imprescindible si se aspira a pararse una vez más.

Ayer hubo velación con la esposa del Marcelino, preguntaron por ti los chapayecas. ¿Te acuerdas cuándo jugábamos? Tú eras el más chaparrito, el más correlón.

Allí bailaron patscola, hubo muchos cigarros, me regalaron tres, velaron a la Santa Cruz. ¿Te acuerdas cuándo bailabas? Nos regalabas las moneditas que no querías, las que te rolaban los que te aplaudían.

Chupar en el papel el sabor de tabaco es constante. Sacarlo rojo de húmedo es por la reacción del rodillazo en el vientre. El Frank escupe sangre. Otra sonrisa sólo para exonerar a los que andaban borrachos, ni siquiera saben lo que hacen, no te digo que no se llevaron los pesitos, nomás el puro encendedor.

Mueve la cola el perro, Pocho, tírate aquí. Las pulgas resaltan en la piel del Frank, el perro se retuerce de placer. ¿Estos si son fieles?

Y fumar de nuevo, mientras la cola del perro frota el rostro de quien lo acaricia.

La mancha en el pantalón es más intensa, el frío arrecia, el color morado está en la espalda, los hombros, son cráteres hundidos en la tarde aquella del domingo cuando el Frank estuvo en el lugar equivoca, en el instante equivocado, con la risa equivocada.

¿Por qué se enojan si me río, por qué no puedo llorar cuando me brincan en la panza, cuando me quitan la gorra, cuando me quiebran los cigarros?

Debajo del cerco de púas están unos cuernos de bicicleta, jugando con ellos el Frank los estaciona a un lado de la puerta. Los cartones que forman su casa se iluminan con el arder de unos leños, sobre el comal bufa una cafetera, traen sus manos una taza despostillada, y la cuchara entre sus dientes, el cartón de leche cortado a  la mitad es la guarnición del azúcar.

Un sorbo para él, y ofrece. El calor en la garganta mueve la luz que irradia en sus ojos. Un sorbo más y la mano frota su pecho. No sé si me quemé o es el tacón de la bota que me aplastó.

La carcajada espontánea es el preámbulo para el Frank, (ya dispuesto a atender el llamado de su madre que le pide que se acueste): ¿tú crees que a mí me van a quitar lo que traigo?, ni que estuviera tan pelada.

 

Favores musicales

Favores musicales

Eusebio Ruvalcaba

Para Flor, la de La Ópera

1 En mi artículo del sábado próximo pasado, el diablo de las erratas le pone a la fotografía de Anne-Sophie Mütter el pie: “Celia Treviño”. No voy a hablar del violinismo de cada una pero sí del físico. Y la verdad brincos hubiera dado mi querida Celia por parecerse a la Mütter. Ciertamente, Celia Treviño ponía nervioso a más de un atrilista, pero de ahí a que fuera dueña de una belleza semejante a la de la violinista alemana, hay su distancia. Ahora mismo viene a mi mente una anécdota. Alguna vez, en los sesenta, Celia Treviño tocó en Bellas Artes y mi padre me ordenó: “Llévame al concierto de Celia”. Lo llevé. Celia tocó Mendelssohn y escuché la voz de mi progenitor: “Acompáñame al camerino, quiero felicitar a Celia”. Fuimos y la gente aguardaba —cuando menos había cincuenta formados— con el programa en la mano. Cuando mi padre llegó ante ella, Celia perdió toda la compostura. Se sonrojó, le dijo: “Si hubiera sabido que estabas aquí, Higinio, te habría dedicado mi concierto”. Mi padre se quedó callado, y luego pronunció estas palabras: “Nomás vengo a pedirte un favor: que cuando toques ante el público no te pongas esos vestidos sin mangas, porque tus pellejos distraen”. Dio media vuelta y se fue. Aún alcancé a ver el rostro de Celia, por cuyos pómulos escurrían dos lagrimones.

2 Una idea es un favor, para quien sabe capturarla. Evodio Escalante me sugiere dedicar un artículo a mis conciertos para violín favoritos. Yo acepto encantado. Pero no puedo hilvanar una línea con la siguiente. Los conciertos me desbordan y se salen de control. ¿Tengo tantos favoritos? ¿Barrocos, clásicos, románticos?, ¿nacionalistas, expresionistas, modernos? Mejor dejo descansar la sugerencia. Mientras, me dedico a oír.

3 Una mujer que dice llamarse Flor susurra mi nombre en el oído. Proyecta su lengua, que se precipita hasta el tímpano mismo. Pero no le basta con la prosodia convencional. Le pone música a esa grotesca palabra: Eusebio. Y embarra de saliva cada recodo de la innombrable oreja. Repite la faena cien veces. “Le estoy poniendo música a tus oídos, te estoy haciendo un favor musical”, me dice, y con gracia infinita lleva mi mano hasta su entrepierna. Gran Dios, cómo agradezco estos momentos. Y más aún que provengan de Flor.

4 Leo la espléndida prosa de Jack Kerouac (En el camino) y me detengo en un episodio en el que asiste a una representación del Fidelio de Beethoven. Enseguida de la ópera se emborracha con sus amigos y se la pasa gritando “¡Cuánta tiniebla!”, que es el leit motiv del barítono. Y baila y toma a las mujeres de la cintura y les dice al oído “¡Cuánta tiniebla!”. Diablos, yo jamás hubiese sido capaz de aterrizar así una ópera de Beethoven. Qué gran favor musical me hizo Jack Kerouac, sin duda mi escritor gringo favorito (cuando menos muy superior al engreído e ininteligible de Faulkner), casi a la altura de William Styron y de Salinger, y tal vez, sólo tal vez, un poquito abajito de James Baldwin. Digo, pues, que cómo es posible hacer de la gran música un paliacate para bailar encima de él. Como se baila encima de un mosaico.

5 Qué gran favor musical me hice a mí mismo cuando dejé de estudiar violín.


eusebius1951@cablevision.net.mx