Mi mamá le cortaba enfrente a los zapatos para que salieran los deditos
Por Carlos Sánchez
Me lo contó una semana después. Lo habían tumbado a la brava: la gorra, la chamarra, los tramos, los calcos y los calcetines.
Venía tambaleándose, por la calleja, debajo de la banqueta, sujetándose del viento, una mancha desde la bragueta hasta la bastilla.
El Frank se orinó del miedo, porque un domingo antes le dieron pa’bajo: un tubazo en la cabeza, una patada en la cara, un rasguño en la espalda con el filo de una daga oxidada.
En la ceniza de un cigarro rebotaban las palabras. Ofrecer es su costumbre, porque es educado. Fumando hilvanó el recuerdo de los madrazos.
En sus dientes encontré la pobreza. Y el café, la nicotina, la libertad de abrir los ojos y el cuerpo intacto -sin agua de nuevo, no jabón, no hay toalla-, hasta cerrarlos de nuevo. Caminar por las calles moviendo las frases, un peso dos para completar el taco.
Me lo contó en descontrol, sugiriendo la historia. Por qué pegan así, me preguntaba. ¿Y las rodillas por qué las encajan en la panza?
Cuando se quitó el suéter para cubrirme la espalda, el color morado le llenaba el ombligo. Y un amarillo de pus corría hacia sus genitales. Es una patada. Me la dio el más pelón.
Que cayeron las monedas en la tierra, Pero las dejaron ahí, no las quisieron, mejor se llevaron el encendedor, los delicados me los quebraron. ¿Quieres esta mitad?
La risa enseñando su labio partido, porque el nudillo lo llevó al impacto. La risa. Reírse de él. Qué gachos, me robaron el encendedor.
La flama es ahora desde un fósforo, y cuidarlos, porque hay minutos de crisis, y si el tabaco se apaga es como apagar la vida.
Quédatelo, es tuyo, tengo muchos iguales en la casa. Y el suéter es un regalo. ¿Te acuerdas cuando me diste unos patines?
El frío se siente más en la calleja, en el umbral del cerro, en ese rincón, el único donde el Frank no sufre lesiones vejaciones trompones.
Desata el cordón del zapato azul, que levantó hace unas horas no sabe de dónde ni porqué, sólo el para qué. Como los que usaba el marido de las Chú. Y bailaba cuando andaba borracho.
Levantando los brazos el Frank imita al que antes bailara por la calleja, y grita como si el recuerdo le obligara. Y la risa otra vez.
Los dientes están en una fila intermitente, enseñándose a la oscuridad, a las palabras, la risa es imprescindible si se aspira a pararse una vez más.
Ayer hubo velación con la esposa del Marcelino, preguntaron por ti los chapayecas. ¿Te acuerdas cuándo jugábamos? Tú eras el más chaparrito, el más correlón.
Allí bailaron patscola, hubo muchos cigarros, me regalaron tres, velaron a la Santa Cruz. ¿Te acuerdas cuándo bailabas? Nos regalabas las moneditas que no querías, las que te rolaban los que te aplaudían.
Chupar en el papel el sabor de tabaco es constante. Sacarlo rojo de húmedo es por la reacción del rodillazo en el vientre. El Frank escupe sangre. Otra sonrisa sólo para exonerar a los que andaban borrachos, ni siquiera saben lo que hacen, no te digo que no se llevaron los pesitos, nomás el puro encendedor.
Mueve la cola el perro, Pocho, tírate aquí. Las pulgas resaltan en la piel del Frank, el perro se retuerce de placer. ¿Estos si son fieles?
Y fumar de nuevo, mientras la cola del perro frota el rostro de quien lo acaricia.
La mancha en el pantalón es más intensa, el frío arrecia, el color morado está en la espalda, los hombros, son cráteres hundidos en la tarde aquella del domingo cuando el Frank estuvo en el lugar equivoca, en el instante equivocado, con la risa equivocada.
¿Por qué se enojan si me río, por qué no puedo llorar cuando me brincan en la panza, cuando me quitan la gorra, cuando me quiebran los cigarros?
Debajo del cerco de púas están unos cuernos de bicicleta, jugando con ellos el Frank los estaciona a un lado de la puerta. Los cartones que forman su casa se iluminan con el arder de unos leños, sobre el comal bufa una cafetera, traen sus manos una taza despostillada, y la cuchara entre sus dientes, el cartón de leche cortado a la mitad es la guarnición del azúcar.
Un sorbo para él, y ofrece. El calor en la garganta mueve la luz que irradia en sus ojos. Un sorbo más y la mano frota su pecho. No sé si me quemé o es el tacón de la bota que me aplastó.
La carcajada espontánea es el preámbulo para el Frank, (ya dispuesto a atender el llamado de su madre que le pide que se acueste): ¿tú crees que a mí me van a quitar lo que traigo?, ni que estuviera tan pelada.
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