Un paseo por el tren ligero.
Yamil García
Me encontraba en el centro de la perla tapatía disfrutando de una nutritiva y saludable escamocha sentado en una banca en Plaza de los laureles oyendo como mi masticar iba siguiendo los compases de la banda del estado que emitía notas y más notas con una armonía que hacían que los transeúntes aminoraran su paso, se salieran del trajín cotidiano y por unos momentos se deleitaran con la música. Me sorprendí de cómo el ser humano puede, cuando se lo propone, trabajar en armonía con otros seres humanos para la ejecución de cosas muy bellas. El fin debe ser sublime para convencernos de dejar egos y diferencias a un lado e ir en pos de esa meta que en este momento era un huapango.
Me pasa que cuando escucho música de mi agrado, el tiempo parece detenerse y a la vez pasa volando, así que al escuchar el sonidito de mi reloj avisándome que una nueva hora comenzaba, me di cuenta que ya era hora de partir. Dirigí mis pasos a plaza de las banderas, pasé a lado de una multitud que coreaba a los mimos que hacían sus actos de entretenimiento a costa de la misma gente y bajé los escalones que me llevaban a la estación del tren ligero. Era toda una aventura sacar las moneditas de la bolsa para introducirla en la maquinita que te daba la ficha del tren. En este proceso ya se me habían ido, en otras ocasiones, muchos trenes. Sin embargo, aún ya trayendo la ficha, también ya había perdido varios trenes, así que ya no me daba prisa. Una monedita de dos pesos, otra de a peso, y después otra más de a peso, y como por arte de magia, se escuchaba el tintinar de la ficha cuando caía en el receptáculo. Ya felizmente con mi ficha en la mano, me dirigí hacia el acceso al andén, en eso, el tren hacía llegada, mi ecuanimidad, se perdió por un instante y con nerviosismo, vi con impotencia que mi mano no atinaba a introducir la ficha en la ranura dentada de la barra giratoria que impedía mi acceso, cuando por fin logré llegar al anden, las puertas del tren se cerraron para beneplácito de varios usuarios que con sonrisitas malévolas hacían burla a mi carrera detenida abruptamente para evitar quedar como estampilla en dichas puertas. Chingada madre! Exclamé, ahora a esperar el que sigue. Que bajo vendí esa exclamación pensé y me puse a sonreír. Después de diez minutos de espera, arribó el otro tren el cual tomé sin contratiempo alguno y abandoné en la siguiente estación para transbordar en la estación Juárez. Subí escaleras, pasé a través de la galería con mucha rapidez cuya exposición en turno trataba de los huicholes y la cual tuve ganas de quedarme a admirarla con calma, pero el reloj marcaba que ya estaba justo de tiempo. El anden estaba repleto, al parecer no había pasado tren en quince minutos y la gente seguía llegando. Al cabo de otros cinco minutos llegó el tren y aunque mucha gente bajó, fue más la que subió. Cuando subí al vagón, ya no me pude mover. Me llegaban empujones y apretujones por todos lados y si para uno como hombre era incómodo, ahora más para una mujer recibiendo presiones corporales y llegues por todos lados. La cosa es que estaba disfrutando de la situación. El sentir el olor a rancio salido de un brazo levantado después de una ardua jornada laboral o de varios días de falta de aseo, o el perfume exagerado de una muchacha o el aliento alcohólico de un teporocho o mi aliento repitiendo al escamocha enchilosa que había ingerido hacía unos minutos. Además el calor acentuaba el aroma del vagón que se mezclaba con los olores de la gente que subía en las estaciones siguientes. Trataba de imitar el movimiento de los toreros cuidándome la espalda, aunque era otra región del cuerpo la que me estaba cuidando, pero todo era inútil, no me podía mover y mi cuerpo danzaba al ritmo de la multitud. Llegues por aquí, llegues por allá. Con razón existen tantos hombres amorosos de otros hombres en Guadalajara!. Pues me bajé como pude en la estación que me correspondía todo sudoroso y jadeante, con ganas de continuar dentro del vagón, preguntándome cómo es posible dejarse abatir por el tedio si la vida cotidiana presenta este tipo de aventuras citadinas que hacen que uno resople, se altere, sude, goce, ría, llore y se asuste, haciendo que uno se sienta vivo.
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