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La cábula

Jueves Santo con Javier Salvago

Eusebio Ruvalcaba 

Jueves 13 de abril. Consumo mi acostumbrada visita a Las siete casas: La India, Las Dos Naciones, La Mascota, El Gallo de Oro, La Faena, para terminar con la Buenos Aires y la Villa Madrid. Llevo conmigo un poeta que resiste la jornada: Javier Salvago. Nada le es desconocido a este hombre del desconsuelo, la derrota y el desasosiego. Un maestro de quien se aprende siempre. ¿Por qué resultarán tan aburridos los poetas que permanecen impávidos ante la zozobra de estar vivos?, me pregunto cuando leo: “Que la vida dolía/ yo lo aprendí muy pronto./ Quizás por eso anduve tantos años/ huyendo de la vida, como loco;// ciego, para no ver lo que sabía/ que iba a ver nada más abrir los ojos;/ borracho, para no mirar de frente/ su impenetrable rostro.// Para poder vivir en paz, sin miedo,/ para animarme, me lo bebí todo./ —Sólo así conseguí, en algún momento,// ser feliz y gozar la vida a fondo./ Pero el sueño de la razón es sueño/ y engendra monstruos”. Todas estas cantinas me traen buenos recuerdos. Son muchos años en los que he compartido tragos con hombres y mujeres queridos (jamás bebo con desconocidos o individuos por alguna razón indeseables, los conozca o no). La insondable Dos Naciones es un templo; sobre todo en el segundo piso, donde las mujeres, princesas de la adiposidad, son atrozmente risueñas; pero entienden perfectamente el gesto duro, entonces se mantienen alejadas —ya ni siquiera se acercan a pedir un cigarro. Prosigo mi lectura de Salvago, poeta español ya cincuentón: “Hace casi tres años que no escribo/ poemas, me abandono, apenas leo;/ no me cultivo ni me informo. Siento/ dentro de mí una especie de vacío// que avanza —y no me asusta— como un río/ de lava; o, mejor, como un desierto/ que va ganando más y más terreno/ al calcinado bosque, ayer tan vivo.// Sueño poco. Deseo lo necesario./ No tengo nada, y nada extraordinario/ espero en adelante. No disfruto// del placer de vivir. Miro la vida/ con reserva y distancia. Cada día/ me consienten los años menos humos”. De niño hacía yo la visita de las siete casas con mi padrino. Todos los jueves santos me llevaba a la iglesia del Buen Tono, a la de San Felipe, a la Catedral; pero empezábamos por la Candelaria, cerca de donde yo vivía, en Mixcoac, y de ahí nos íbamos a la Condesa para detenernos en Santa Rosa de Lima, La Sabatina y La Coronación. Digo que pasaba temprano por mí a la calle de Miguel Ángel, y a partir de ahí todo era devoción y ensimismamiento. Mi padrino —de nombre Ernesto, de apellido Castillo— era seguidor irrestricto de las enseñanzas de los Evangelios, cuyos versículos favoritos se sabía de memoria y los repetía a la menor provocación. En esta cantina de La India su recuerdo se me viene encima. En el ínter de las siete casas, ya en pleno centro, solía llevarme a un restaurante y cafetería ya desaparecido, el Tibet Hanz. Yo me fastidiaba enormemente, pues lo que en verdad quería era contemplar aquellas grandes mantas color morado que cubrían las imágenes de las iglesias. No platicar. ¿Y ahora?: “No era la gloria, porque yo en la gloria/ qué pinto. Ni siquiera la fama./ Siempre fui tímido y le tuve siempre/ un cierto horror al público y las cámaras.// Tampoco el oro, porque el oro exige/ otra estrategia y otras artimañas./ —Mi ambición es llegar a no tener/ más ambiciones que las necesarias—.// Desde esta altura, si me asomo al fondo,/ presiento que quizás lo que buscaba/ era escribir, sobre mi propia vida,/ mi versión de la vida retirada”.

 

eusebius1951@cablevision.net.mx

1 comentario

javier salvago -

Me ha emocionado haberle acompañado, sin saberlo, en ese Jueves Santo. Amigo Eusebio, un fuerte abrazo. Su amigo
Javier Salvago