La poesía se escribe en el futuro
De izquierda a derecha: Álvaro Mutis (Colombia), Emilio Adolfo Westphalen (Perú), Francisco Matos Paoli (Puerto Rico), Olga Orozco (Argentina) y Gonzalo Rojas (Chile), en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en el año 1991. (GORKA LEJARCEGI
Los herederos de clásicos de la poesía latinoamericana del siglo XX como César Vallejo, Pablo Neruda, Octavio Paz o Jorge Luis Borges ya están aquí. La lírica de hoy vive la decadencia de la noción de "poeta nacional" y asiste al triunfo del tono coloquial y a la convivencia de la palabra con lenguajes como la fotografía, el cine, la pintura o la música popular.
JULIO ORTEGA
Con la poesía hispanoamericana es imposible equivocarse. Hay tanto bueno de donde escoger que sólo con poca fe o pobre información se puede hacer una mala antología. Treinta años atrás, los poetas disputaban con entusiasmo su lugar en las antologías nacionales, quizá porque no tenían suficientes pruebas de su identidad. Hoy hay tantas antologías, foros, congresos, becas y premios, multiplicados además por Internet, que sería anacrónico el poeta que se defina por su inclusión en cualquier repertorio. Y una antología que presuma de su capacidad de excluir sería una suerte de parque juriásico. Más casuales y provisorias, las antologías ya no prometen la posteridad. Documentan la fugacidad, donde los poemas viven más plenamente.
La hispanoamericana es, además, una geopoética sin "ansiedad de influencias". Como escribió José Emilio Pacheco: "Yo no quiero matar a López Velarde ni a Gorostiza ni a Paz ni a Sabines" (Contra Harold Bloom). Más bien, concluye Pacheco, no podría escribir sin la lección mayor de sus libros.
"Los poetas bajaron del Olimpo" (gracias a Nicanor Parra), y la noción de "poeta nacional" es hoy un gravamen. No menos redundante es la idea de las "generaciones" (del 50, del 60, del 70, del 80
...), casi un directorio telefónico reciclado. Los marcos locales de lectura periódica se han vuelto melancólicos; y los nacionales, museológicos. Hoy predomina un diálogo más civil, la posibilidad de una república literaria sin policías. "El presente es perpetuo", resumió Octavio Paz desde una poética de absolutos. Hoy el presente es una enunciación: lleva la fuerza del instante. Los poetas demasiado fecundos resultan incómodos porque prolongan la charla. Gracias a su economía ha sido recuperado Borges como poeta de la concisión; en cambio, Neruda es nuestro Victor Hugo: histórico, casual y geográfico.
Los modernistas de comienzos
del siglo XX, con Rubén Darío de adelantado, recobraron la sensorialidad del instante, y su música cambió para siempre a la poesía en español. Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, dos entonaciones distintivas de esa dicción, se bautizaron en el entusiasmo dariano de lo nuevo. Y hasta Vicente Aleixandre descubrió que era poeta cuando leyó un verso de Darío. Los vanguardistas, en cambio, cultivaron la mitología de lo fugaz a nombre de la originalidad, y disputaron de malos modos su derecho a las vísperas. Huidobro y César Moro se insultaron mutuamente de lo peor, de copistas. Pero lo nuevo de unos y otros reverbera a comienzos de este siglo XXI en una convicción cultivada: la poesía es una forma de la conversación, y se debe por entero al interlocutor. Poesía, qué remedio, eres tú.
De los modernistas, el poema
pone al día la reverberación del habla, esa nitidez del tiempo hablado. De los vanguardistas, recupera la escena visionaria de una ciudad compartida como espectáculo. Nadie podría ya decir "Yo soy un hombre sincero", sin hacerse sospechoso de prefreudiano; y sabiendo que el sujeto heroico ha dejado paso a la voz alterna, la del otro, que en la primera persona es alguien más. "Yo soy el Individuo", escribió Nicanor Parra, para recomenzar, después de Freud y de Marx, con ese otro que en el lenguaje hace camino al hablar.
Tomás Segovia, Juan Gelman, Antonio Cisneros, Enrique Fierro, Jesús Urzagasti, Raúl Zurita, Reina María Rodríguez, Coral Bracho, Tamara Kamenszain, Juan Gustavo Cobo Borda, Daniel Samoilovich, Yolanda Pantin, Malú Urreola, cuyos libros son estancias del diálogo caminante, han liberado a la poesía del archivo y el museo, proyectándola en el devenir de la lectura, en ese territorio del español mundial, cuya libertad es una larga orilla actual. Se puede decir, por eso, que la nueva poesía latinoamericana se escribe en el futuro, en esa lectura por venir, donde anticipa la intimidad de su turno en el diálogo. Lo nuevo, al final como al comienzo, es materia del porvenir. Hasta los poetas que han muerto en estos años encuentran lugar en la conversación. Jorge Eduardo Eielson, por ejemplo, nos ha dejado tantas preguntas que sus lectores tendremos que devolverle la palabra. Quiero decir que este presente latinoamericano, hecho además entre mares y lenguajes, es un texto que no cesa de escribirse. Lo anuncia Montserrat Álvarez (poeta peruana nacida en Zaragoza): "las horas del futuro se han venido al presente; / los relojes se han roto, o se los han robado". Un presente de crisis, y de ironía.
El horizonte de creatividad de esta poesía es un diálogo también con otras formas expresivas. Con la pintura y la fotografía, con la música popular y el cine. La argentina Claudia Masín obtuvo el II Premio Casa de América con La vista (Visor, 2002), una colección de 21 poemas basados en otros tantos filmes. "Me gustaría contarte lo que veo", anuncia este libro de historias sobre la mirada narrativa. El mexicano Alberto Blanco le ha seguido el pulso panteísta al gran pintor Francisco Toledo, en cuyo taller de Oaxaca se funden las nuevas voces y los viejos ritos. Pero no pocas veces la relación de arte y poesía la dicta la experiencia migratoria, el exilio contemplado.
A "Góngora y Argot" atribuye
Róger Santiváñez su lenguaje híbrido y paródico: "Pop ululaba el ulular popular... Mansedumbre oratio in soul". Ese juego plurilingüe es otro modo de citar el genio de Pound y el ingenio popular. Ya el chileno Raúl Zurita había escrito un libro en braille, como si para leer poesía el lector tuviese que hacer de ciego. Los jóvenes poetas chilenos reunidos en el Foro de Escritores ("un taller de poesía experimental, una mesa entre pares y una pequeña editorial") cultivan la poesía efímera repartida en los parques y el grafismo lúdico de una poesía que ilustra su propia permutación. El nicaragüense Francisco Ruiz Udiel (1980) en su primer libro Alguien me ve llorar en un sueño no es menos elocuente: "Allá va lejos sin cesar la muerte / allá va lejos sin cesar Vallejo".
Por lo demás, la poesía hispa
noamericana está a la mano. Las obras de Neruda, Paz, Gonzalo Rojas, y pronto Nicanor Parra, están en el Círculo de Lectores en ediciones cuidadas y solventes. La poesía de Emilio Adolfo Westphalen, Olga Orozco, Blanca Varela, Tomás Segovia, Rafael Cadenas, Eduardo Lizalde, Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco, Eduardo Montejo, Gerardo Deniz, Antonio Cisneros, Alberto Blanco, entre otros, está en el Fondo de Cultura Económica, en compilaciones hechas por los autores mismos. En Lumen apareció la poesía reunida de Juan Sánchez Peláez. En Era se encuentran los libros de Juan Gelman, Coral Bracho, David Huerta, Francisco Hernández y Fabio Morábito. Aldus, Martín Pescador y Sin Nombre son otros sellos mexicanos y exquisitos. En Caracas, Monte Ávila ha iniciado una serie de antologías de poetas venezolanos, y son también fundamentales las colecciones de Pequeña Venecia y Eclepsidra. Visor, Hiperión y Signos han publicado en Madrid a notables poetas americanos, entre ellos al puertorriqueño José Luis Vega. Y hay que recordar la labor pionera de Joaquín Marco en Ocnos (Barcelona), donde se dieron a conocer las voces centrales de esta poesía.
Sin la gran poesía americana no habría habido "nueva novela", como lo han reconocido Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez. Y no habría hoy una nueva poesía sin los lectores que por su cuenta y riesgo siguen apostando por un puñado de palabras empeñadas en abrirle horizonte al lenguaje.
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