A Dios rogando
Humberto Musacchio
En el proyecto de la derecha no caben los pobres ni los cambios. Desde siempre, los voceros mexicanos de esa corriente han sostenido que la plebe es un factor de atraso, al que en su estrabismo ven no como efecto, sino como causa.
Por eso el insistente calificativo de “naco” dirigido a Andrés Manuel López Obrador. El tabasqueño es para ellos un chontal mal blanqueado, un tipo de hablar incorrecto y modales impropios para el Mexiquito que se han construido plutócratas, oligarcas y políticos siempre dispuestos a servirlos.
Era apenas 2005 y el país estaba convulsionado por los canallescos afanes del desafuero. Un antiguo militante del PRI, hoy obsequioso funcionario del gobierno panista, declaró en una mesa de amigos y otros no tan amigos: “A como dé lugar hay que impedir que llegue”.
¿Y por qué?, preguntó un ingenuo creyente en la democracia.
Porque si dejamos que llegue, qué vamos a hacer con él durante seis años. Simplemente se acaba el país.
Era una cruda lección de realpolitik pues, en efecto, si llega a la Presidencia de la República un hombre formado en los valores juaristas, que le concede importancia al patriotismo y repudia las injusticias, entonces lo más probable es que los oligarcas no sepan qué hacer con él. Menos lo sabrán si el tipo no es sobornable ni se acobarda ante la fuerza del dinero.
Un tipo así acabaría con el país donde se permite que cada sexenio sea una orgía de abusos y latrocinios, un festival de corrupción que beneficia a parientes y amigos y, por supuesto, a los políticos que tienen esos parientes y amigos. Se acabarían los Hildebrandos, los Mouriños y los Bribiescas. ¿Y luego qué haríamos?, se dirá el priista aquel trocado en panista.
Y si la justicia ya no fuera un estercolero, si en las corporaciones policiacas empezara a haber honestidad y en las oficinas públicas empleados que se sintieran apreciados por su laboriosidad, ¿Qué haríamos? Se acabaría este reino del revés que tan prolijamente construyó el PRI a lo largo de setenta años y que ahora el gobierno albiazul custodia con fiereza de mastín.
Por eso, desde sus lujosas cloacas, la horda opulenta decidió desde 2003 que Andrés Manuel López Obrador no sería candidato presidencial. Contra él, salvo la bomba, la pócima o la daga, lo intentaron todo. Y fracasaron. Llegó a la campaña electoral y en ella lo tacharon de “peligro para México” y desataron contra él la más infame guerra de lodo.
Por esa insistencia, por la firme convicción con que han venido actuando los partidarios de la democracia a medias, resulta imposible creer que el 2 de julio esos gavilleros políticos se volvieron buenos. Cuando hablan de respetar la voluntad popular no es la expresada por los votos, sino por el manipuleo burdo de resultados. Son las pretensiones golpistas disfrazadas de apego a la ley. Es la doble moral, pero ahora dispuesta a arrastrar a la República hasta la violencia fratricida, y otra vez, como siempre, en el nombre de Dios, como si fuera una marca comercial que ellos tienen registrada. ¡Carajo!
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