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La cábula

Literatura

Jugueteos

 

Iván Ballesteros Rojo 


 

El sabor helado del revolver en su boca era parecido al de los penes enormes característicos en las  esculturas de bronce que había estado produciendo los últimos años. En vez de terror, Quim experimentaba sesiones eróticas con efebos inmutables. Efebos salvajes de sexo oscuro y oxidado  que justo ahora se venían violentamente atravesándole la cara. El sonido que se extendía taladrándolo infinitamente y la sensación entumida de un rostro inútil, hacían sentir a Quim, digamos, atolondrado. Un olor a pólvora y sangre revueltas. Sujetándose el cachete izquierdo Quim  caminó hacía el espejo de la sala. Allí se quedó un rato. Finalmente llamó a una ambulancia.

 

Tomando el sol


 

Alejandro Cabral

Juan.- Buenos días.
José.- (con lentes oscuros) Buenas noches.
Juan.- (poniéndose sus lentes oscuros) Ah, sí, buenas noches.
José (quitándose los lentes) Buenos días.
Juan.- Disculpe usted, ¿a qué hora pasa el próximo?
José.- A la misma, creo.
Juan.- Lo supuse, siempre se atrasan.
José.- Figúrese que yo tengo desde anoche esperando y como se podrá dar cuenta ya casi es mediodía y…
Juan.- ¿Mediodía?, si ahora es de noche.
José.- De día.
Juan.- De noche.
José.- (quitándole los lentes a Juan) De día.
Juan.- Es verdad, ya veo claro. (pausa) Tarda mucho, ya tengo desde anoche esperando y nada.
José.- El sistema ferroviario en el país es muy deficiente, pero es mejor así, pues hoy no deseo ir a ningún lado.
Juan.- Qué casualidad, vamos a donde mismo.
José.- Pero… si yo acabo de decir que no voy a ningún lado.
Juan.- Por eso, yo también voy a ningún lado.
José.- Pero… ¿no esperaba usted el tren, a donde pensaba ir?
Juan.- Lejos… hacia el sur.
José.- Y entonces, cómo explica ahora que no va a ningún lado. Me está usted siguiendo, ¿verdad?
(PAUSA)
Juan.- No, pero si el sistema ferroviario está tan mal como usted dice, tendré que ir a ningún lado y entonces estaremos juntos, puesto que usted…
José.- ¡Ya cállese usted por favor! No quiero que me vean hablando con un desconocido; y menos si se dan cuenta que iremos juntos a ningún lado.
Juan.- Claro, lo dejo señor…?
José.- Gutiérrez, José Gutiérrez, para servirle.
Juan.- Sí, adiós. (pausa) Juan, Juan Pérez es mi nombre.
(Se dan la espalda, pausa, se voltean a ver.)
José.- ¡Juan, qué gusto encontrarme con un buen amigo aquí en ninguna parte! Recuerdo que la última vez que lo vi quería usted viajar a ninguna parte y…
Juan.- No, yo quería ir lejos, hacia el sur, pero desde el momento en que usted me abrió los ojos y me hizo ver que el sistema ferroviario era tan malo en el país, supe que mi destino estaba aquí en ninguna parte.
José.- ¿De qué destino habla usted, del destino, destino?
Juan.- No, yo hablo mas bien del destino al que nos lleva el destino.
José.- Ya veo, ahora no comprendo, pero está bien.
Juan.- No se preocupe usted, yo tampoco lo comprendo, pero desde ese momento siento que mi destino está resuelto.
José.- Pues regresando al asunto de los trenes, pensaba poner una queja ante el gobierno para que resolviera el problema de la mala calidad de nuestro sistema ferroviario, pero desistí de la idea.
Juan.- ¿Por qué hizo usted eso?
José.- Porque recordé que no deseaba ir a ninguna parte.
Juan.- Es usted un inconsciente, se nota que no sabe que si uno tiene cualquier inconformidad con el gobierno debe quejarse aunque no le beneficie en lo más mínimo.
José.- Tiene usted razón, me quejaré. Estoy harto de que nada funcione en este sistema y sobre todo de que el maldito gobierno no nos tome en cuenta.
Juan.- Me impresiona usted, nunca me imaginé que fuera un anarquista, un opositor radical, un rebelde, un… No dudo que sea hasta socialista.
José.- No, no me diga eso por favor. Todo lo que quiera menos socialista.
Juan.- Socialista, socialista, socialista y… comunista.
José.- No, ya, perdóneme.
Juan.- Bien lo perdonaré, pero con una condición.
José.- La que usted quiera.
Juan.- Pues, la única manera de que me demuestre que es un hombre derecho y de derecha es que me haga ver que es usted un capitalista completo.
José.- Lo soy y se lo demuestro.
Juan.- Bueno, para ser un capitalista completo debe usted contar con capital.
José.- Claro.
Juan.- Demuéstremelo entonces, patrocinándome un proyecto de inversión que traigo entre manos.
José.- Ah no, eso si que es abuso de confianza, dígame lo que quiera pero no se meta con mi dinero, nunca lo malgastaría en alguien que apenas conozco y que probablemente lo usará para un programa social de ayuda comunitaria. Hasta nunca, mala copia de Robin Hood.
Juan.- Muchas gracias, me ha demostrado usted ser de los nuestros, gracias.
José.- Qué suerte, ya me había usted asustado, es usted un hombre muy divertido.
Juan.- Gracias, ¿Cree usted que ya estoy suficientemente bronceado?
José.- Se ve usted muy atractivo, ¿Qué opina de mí?
Juan.- Está usted con un bronceado perfecto. Creo que ya es hora de ir a quejarnos de la mala calidad del sistema ferroviario. ¿No le parece?
José.- Me parece perfecto, vamos a luchar por los derechos de las clases menos privilegiadas.
Juan.- Sí, vamos. (salen)
TELÓN

Cascadas


“Este camino no nos lleva a parte alguna / sólo, a veces / nos obsequia la palabra / de otros caminantes.”
Josefa Isabel Rojas

Sobre la banda camino y camino sin ver cuando algo impredecible hace que me detenga, un letrero construido armoniosamente, diría que escrito casi con amor, dice: “Se venden cascadas”, eso basta para enloquecerme planeando dónde la pongo, de qué tamaño la pido, cómo la alimento, paso luego a considerar si se habrán vendido muchas, pienso en los patios traseros de las casas de mis amigos, con envidia pienso en los desconocidos llenos de caídas que corren , líquidas montañas, pequeños surtidores, la vida caminando ¿dónde podré poner una cascada? Tal vez pueda conseguir alguna, portátil, que logre llevar y traer, en una caja diminuta. Guardarla en un cajón mientras me hago de un espacio para dejarla crecer, después, cuando ya no halle qué hacer con tanta gota, la regalo, se la heredo a Carlos, se la presto al Ojitos, se la cambio por algunos charcos a David...

Fabio Morábito le falta el respeto a sus personajes

En Grieta de fatiga el autor quiere mostrar la riqueza de distintos estilos humanos, sin crear títeres
Por Baraquiel Mozo, enviado
Fabio Morábito ha afilado su lápiz de cuentista y en su más reciente libro de relatos, Grieta de fatiga (Tusquets, 2006), se leen historias con un lenguaje eficaz, libre de ornatos y excesos retóricos, sin dejar de ser preciso, aunque al autor no le gustaría que su prosa "llegara a verse como volátil o que esa transparencia fuera sinónimo de fragilidad".

Al escritor de origen italiano, quien llegó a México a los 15 años, le preocupa mucho evitar el uso excesivo de metáforas y asegura que en este libro "cada frase ha luchado para llegar a ser la oración que es, se ha despojado de pesos inútiles".

En las 15 historias que recoge este volumen, el séptimo en su carrera literaria, incluyendo sus poemarios Lotes baldíos y Alguien de lava, De lunes todo el año, Morábito presenta a personajes que viven una cierta inestabilidad, que no llegan a ser nómadas, pero que están lejos del sedentarismo.

"Quizás es un elemento nuevo en mi literatura, por ejemplo, en el libro anterior, La vida ordenada, sí hay una mayor estabilidad, son todos cuentos que transcurren muros adentro y aquí, tal vez, la inestabilidad es un punto común a todas las historias".

En este libro, insiste, hay también un mayor placer por contar una historia y una mayor falta de respeto hacia los personajes, sin que éstos se conviertan necesariamente en títeres.

"También hay una ligera vena de aceptación bastante sabia de la vida. Tal vez inconscientemente quería presentar como un fresco, muchas historias posibles, ver la riqueza de los distintos estilos humanos", describe Morábito.

Un hallazgo más que reconoce en su trayectoria es la reflexión literaria a través de sus personajes. La protagonista de su relato El valor de roncar, una escritora atormentada, odia la palabra creación y su único anhelo es dejarse ir por una pendiente suave que la haga salir de sí misma.

"Comparto la percepción de esta mujer respecto a la creación, me preocupa la idea de caer en una solemnidad. Ella quisiera que la creación fuera algo más liviano, más sensato, doméstico, que escribir no fuera un hecho tan lleno de dramatismo, que pudiera hacerlo de una manera más entretenida. Algo de eso hay en su visión del proceso literario: desolemnizar el acto creativo, sobre todo en esta época en la que hay tantos falsos creadores".

En la literatura y en las artes plásticas, por citar dos ejemplos -dice-, cualquiera cree que puede hacer arte porque tiene una cámara entre los dedos o una computadora.

"Tampoco se trata de escandalizarse. En el Siglo de Oro español, Góngora, Calderón, Cervantes, Lope de Vega, seguro estuvieron rodeados de infinidad de autores mediocres y sólo quedaron los gigantes. En los últimos años sí ha habido una explosión peculiar de falsos creadores, tal vez debido a que hay menos rigor y todo se ha vuelto más fácil".

Por su parte, Morábito se ha empeñado en alcanzar una mayor economía de recursos a la hora de escribir y ha puesto mayor atención a las peripecias.

La literatura, precisa, lo ha hecho salir de sí mismo y eso le ha permitido verse de otra manera. Por lo pronto no tiene "prisa" por llegar a la novela, se siente cómodo en la narrativa breve y en la poesía.

"Cuando tenga que escribirla lo haré, no tengo nada en contra de este género, pero me gusta mucho el cuento, así que jamás haría una novela de 800 páginas".

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Con M de mezcal, de música y de Mérida

Eusebio Ruvalcaba

1) No puedo escribir más sobre borrachos, adúlteros, misóginos, hombres hechos polvo, que para el caso es lo mismo. Porque se traslapan, se enciman, se confunden entre sí. Y pareciera que el único leit motiv es un bebé incapaz de franquear el umbral. Prefiero escribir sobre la nada: ese corazón que ha dejado de latir, esa alma que se quedó enredada en la jaula del perro.
2) Gracias al esfuerzo de Eugenia Montalván, presento Un año con Mozart. 52 tips para escuchar a Mozart en Mérida. Extraigo los siguientes fragmentos de una crítica musical firmada por Eduardo Puerto Molina y publicada el 17 de enero de 1962 en el Diario del Sureste de la Ciudad Blanca: “Al decir que este hombre [Higinio Ruvalcaba] es un gran violinista, queremos significar que no solamente es un virtuoso en el sentido más noble que se le da a este vocablo entre los entendidos, pues posee un dominio increíble de la técnica del instrumento al mismo tiempo que su destreza se subordina a la producción de bellezas sublimes, sino que él se revela en todo momento un intérprete infalible de las intenciones del autor, un músico innato de cualidades pocas veces tan elevadas, tan exquisitas, tan intensas y al mismo tiempo tan peculiarmente personales. Es imposible oírlo sin que el espíritu sea conmovido por el más puro deleite estético. (...) No recordamos haber escuchado la sonata de César Franck (y se la hemos oído a Thibaud y a otros violinistas de la más alta categoría) tocada con mayor sensibilidad, con mejor fraseo, con más compenetración de su esencia musical y humana. (...) Higinio Ruvalcaba es un músico auténtico, un técnico fenomenal, un intérprete cabal y un artista capaz de inspirar y emocionar a un público, llevándolo por los caminos misteriosos de la creación sonora. (...) El público que llenaba por completo el Teatro de la Universidad, institución que patrocinó el acto, supo corresponder a la magnífica actuación de Higinio Ruvalcaba con prolongadas ovaciones. Como bis, el artista ofreció un arreglo suyo de uno de los Caprichos de Paganini”.
3) Mérida siempre estuvo en el corazón de Higinio Ruvalcaba (HR), al punto de que él la consideraba su segunda tierra. Aún recuerdo sus palabras: “Cuando me robé a tu madre nos fugamos a Mérida, luego de casarnos. Porque en Mérida siempre he sido inmensamente feliz. Allí he tenido grandes éxitos porque allí están grandes amigos míos. Y yo entrego todo mi arte donde están mis amigos”. Así, con esa sencillez rotunda se expresaba mi padre cuando se trataba de querencias. Esto tiene varias lecturas; de un lado, la importancia que HR le daba a la música como vehículo transmisor de la amistad. No es casual que cuando entre el público figuraba un amigo suyo por quien guardaba un cariño singular, pusiera su arte al servicio de esa persona. Más dado al silencio verbal que a la expresión exultante, la música se convertía entonces en un medio de enlace idóneo, capaz de hablar por él, de exteriorizar sus sentimientos, de hacer patente su afecto. HR tenía tal dominio del arte violinístico, que era capaz de dirigir su sonido, esto es, su voz, a una persona en particular de aquel auditorio. Pero hablé de varias lecturas. Pensemos por un momento en uno de los cometidos del arte: acercar a los hombres, tender lazos imperecederos entre almas afines. De ahí que aquel violín necesariamente habría de estar dirigido a una persona de sensibilidad peculiar, alguien que entendiese y sintiese cabalmente el mensaje. Cuando digo almas afines esto es lo que pretendo decir.
4) Cada vez que recuerdo le doy las gracias a Dios por permitirme beber una copa más. A Dios lo ha de desbordar tanta gratitud —que si el niño que no se murió en la operación, que si la hermana que regresó luego de tantos días de secuestrada, que si el hermano mayor que se reformó—, un mil razones que de pronto le provocarán urticaria en los oídos. Pero que un borracho le dé las gracias por permitirle seguir con su vicio, le quitará la sonrisa de los labios.
5) El mezcal está a la altura del arte mismo. Contadas bebidas se pueden tomar a modo de aperitivo, durante la comida y como digestivo. El mezcal sí. Como el que lleva por nombre el de Embajador de Oaxaca. Su fino color dorado, que bien recuerda los yelmos de Rembrandt, su cuerpo generoso, que en el cuerpo mismo provoca la sensación de un bálsamo, su bouquet místico —exactamente el mismo que dejan los labios de una mujer tierna— y su suave sabor, que da esa extraña sensación de tocar la dulce noche, lo tornan bebida ideal para acompañar las sonatas de Mozart.
6) El lugar está lleno. Ni siquiera es posible beber en la barra. O cuando menos beber con esa comodidad que la barra siempre parece prodigar. Comodidad y paz. Pero un brazo siempre cabe entre dos hombres. Mi brazo, que extiendo hasta llamar la atención del cantinero y pedirle mi bebida, que se apresta a servir. Un hombre toca el violín y otro el piano. Porque en esta cantina hay un piano vertical. Dicen que los músicos vienen aquí a tocar. Que intercambian tragos por música. Mientras están tocando, todo lo que consuman corre a cuenta de la casa —esto sólo podía suceder en Guadalajara. Tocan dúos de compositores del violín. Kreisler, Sarasate, Wieniawsky… Bebo un par de tragos y el ambiente me absorbe. Como si no tuviera yo ninguna consistencia siento que levito. Escucho arrobado a los músicos y aplaudo con furor. El violinista está aún más ebrio que su acompañante. O cuando menos eso parece, por tocar de pie. De pronto da un brinco y se trepa a la mesa. Sin soltar el violín. El público aplaude enfurecido. Lo que está a punto de ver lo enardece. Porque hay quien incluso se levanta para ver mejor. Como si estuviera en un palenque, el violinista gira y mira desafiante. Da una vuelta completa. Está a punto de caer, pero un equilibrio de último momento lo devuelve a una posición firme. No ha desaparecido esa mirada desafiante. Coloca el violín, mantiene el arco en el aire por unos segundos y toca. Todos escuchamos estupefactos. O es un genio o todos estamos borrachos. Su afinación es asombrosa, su arco conmueve por la firmeza y soltura. Pero la interpretación, he ahí su máximo fuerte. Toca como un dios. Las dificultades técnicas han quedado muy atrás. Un Capriccio de Paganini sucede al otro, y al otro. Hasta que baja el instrumento, agotado. Es un hombre joven. Frisará los treinta años. Suda profusamente. Parece que han vertido sobre su cabeza una cubeta de agua. Tres Capricci  lo han dejado exhausto. Los parroquianos aplauden fuera de sí. Lo ayudan a bajar de la mesa. Alguien se acerca y le pone una botella delante, de la que él da un sorbo formidable. No sé su nombre y prefiero  no saberlo.

eusebius1951@cablevision.net.mx

 

Un paseo por el tren ligero.

 


 

 


 Yamil García

            Me encontraba en el centro de la perla tapatía disfrutando de una nutritiva y saludable escamocha sentado en una banca en Plaza de los laureles oyendo como mi masticar iba siguiendo los compases de la banda del estado que emitía notas y más notas con una armonía que hacían que los transeúntes aminoraran su paso, se salieran del trajín cotidiano y por unos momentos se deleitaran con la música. Me sorprendí de cómo el ser humano puede, cuando se lo propone, trabajar en armonía con otros seres humanos para la ejecución de cosas muy bellas. El fin debe ser sublime para convencernos de dejar egos y diferencias  a un lado e ir en pos de esa meta que en este momento era un huapango.

 

            Me pasa que cuando escucho música de mi agrado, el tiempo parece detenerse y a la vez pasa volando, así que al escuchar el sonidito de mi reloj avisándome que una nueva hora comenzaba, me di cuenta que ya era hora de partir. Dirigí mis pasos a plaza de las banderas, pasé a lado de una multitud que coreaba a los mimos que hacían sus actos de entretenimiento a costa de la misma gente y bajé los escalones que me llevaban a la estación del tren ligero. Era toda una aventura sacar las moneditas de la bolsa para introducirla en la maquinita que te daba la ficha del tren. En este proceso ya se me habían ido, en otras ocasiones, muchos trenes. Sin embargo, aún ya trayendo la ficha, también ya había perdido varios trenes, así que ya no me daba prisa. Una monedita de dos pesos, otra de a peso, y después otra más de a peso, y como por arte de magia, se escuchaba el tintinar de la ficha cuando caía en el receptáculo. Ya felizmente con mi ficha en la mano, me dirigí hacia el acceso al andén, en eso, el tren hacía llegada, mi ecuanimidad, se perdió por un instante y con nerviosismo, vi con impotencia que mi mano no atinaba a introducir la ficha en la ranura dentada de la barra giratoria que impedía mi acceso, cuando por fin logré llegar al anden, las puertas del tren se cerraron para beneplácito de varios usuarios que con sonrisitas malévolas hacían burla a mi carrera detenida abruptamente para evitar quedar como estampilla en dichas puertas. Chingada madre! Exclamé, ahora a esperar el que sigue. Que bajo vendí esa exclamación pensé y me puse a sonreír. Después de diez minutos de espera, arribó el otro tren el cual tomé sin contratiempo alguno y abandoné en la siguiente estación para transbordar en la estación Juárez. Subí escaleras, pasé a través de la galería con mucha rapidez cuya  exposición en turno trataba de los huicholes y la cual  tuve ganas de quedarme a admirarla con calma, pero el reloj marcaba que ya estaba justo de tiempo. El anden estaba repleto, al parecer no había pasado tren en quince minutos y la gente seguía llegando. Al cabo de otros cinco minutos llegó el tren y aunque mucha gente bajó, fue más la que subió. Cuando subí al vagón, ya no me pude mover. Me llegaban empujones y apretujones por todos lados y si para uno como hombre era incómodo, ahora más para una mujer recibiendo presiones corporales y llegues por todos lados. La cosa es que estaba  disfrutando de la  situación. El sentir el olor a rancio salido de un brazo levantado después de una ardua jornada laboral o de varios días de falta de aseo, o el perfume exagerado de una muchacha o el aliento alcohólico de un teporocho o mi aliento repitiendo al escamocha enchilosa que había ingerido hacía unos minutos. Además el calor acentuaba el aroma del vagón que se mezclaba con los olores de la gente que subía en las estaciones siguientes. Trataba de imitar el movimiento de los toreros cuidándome la espalda, aunque era otra región del cuerpo la que me estaba cuidando, pero todo era inútil, no me podía mover y mi cuerpo danzaba al ritmo de la multitud. Llegues por aquí, llegues por allá. Con razón existen tantos hombres amorosos de otros hombres  en Guadalajara!.  Pues me bajé como pude en la estación que me correspondía todo sudoroso y jadeante, con ganas de continuar dentro del vagón, preguntándome cómo es posible dejarse abatir por el tedio si la vida cotidiana presenta este tipo de aventuras citadinas que hacen que uno resople, se altere, sude, goce, ría, llore y se asuste,  haciendo que uno se sienta vivo.

Chapulín

 
Carlos Sánchez
 

Truenan mis oídos como suena el cristal de la ampolleta.

El Toño me dice que no, que así no se hace. Que lo reviente y lo inhale todo. Al tercer intento lo logro. Inhalo. Huele al piso del mercado. Lo trago todo. No desperdicio ni un mínimo vaho de la ampolleta. El ácido penetra el cuerpo, el cerebro.

Lo primero que veo es la barda en movimiento, viene hacia a mí, intento detenerla pero mis manos son de chicle. No puedo dar paso, la tierra se hunde.

Soy un Chapulín. Trepo a las hojas de una piocha. La cerveza, ¿dónde quedó la cerveza?

Inexplicable se abre la historia de Marla, la veo venir caminando por encima de los alambres. De niña fue malabarista, me lo contó ella. Desde esta rama huelo su piel, la veo con el pelo sobre su ojo izquierdo. Trato de fugarme del recuerdo. Su voz me acosa.

La conocí en la plaza de Catedral, vendiendo nieves de garrafa. Le ayudaba a su padre. Me impresionaba verla conduciendo la motocarro donde cargaban las ollas de barro.

Llegó al quiosco con un cono en su mano. Me ofreció una nieve de limón, hacía sol. La miré hacia arriba mientras tomaba la nieve. La vi alejarse, no tuve qué decir.

Esa tarde regresé a casa como la mayoría de los días, con los bolsillos vacíos y un galón de leche para mis abuelos. La grasa de mis manos se iba por el lavadero, la cara de Marla continuaba en mis ojos.

Sigo siendo un Chapulín. Tiemblo. Si pudiera controlar el pensamiento, le ordenaría que no volviera más al pelo de ella sobre su ojo izquierdo.

Cuando la sorprendí arrojándole migajas a los pichones en la plaza,  no pudo ni intentó rechazar el té de guayaba que le obsequié. Lo bebió de un solo trago. Hacía sol.

En la discusión entre mis decisiones ganó la voz que dictaba valentía. Desapareció el pudor y le platiqué sobre mi oficio. No es vergonzante limpiar zapatos si de ganar para comer se trata, dije. Ni vender nieves de garrafa, contestó.

En eso de desnudarnos con palabras, nos dirigimos a la ante sala de catedral. Nos miramos u buen rato. Ella parpadeó primero, como debe ser.

Me aferro al tronco. El ruido en mis oídos se transforma en un zancudo dentro de un túnel. La cerveza no aparece.

El Toño me dice que baje, no lo escucho, leo sus labios. Le digo cola mirada que mis patas son estacas hundidas en la corteza de la piocha. Soy un Chapulín.

Que no deje de hablar el Toño, que no me abandone.

El pelo de Marla avanza hacia a mí. Un desfile de conos pasa por mi vista. De limón, pistache, mango. Cada uno tiene en su cúpula una mueca diferente. Todos me acosan. El desfile es interminable. Me rescata su ojo izquierdo, Marla parpadea.

No fue un error, porque lo planeamos. Marla giró el acelerador y nos voló la greña. Hicimos fiesta en la esquina del barrio. Qué niños tan felices fueron cuando formados cada uno recibió de Marla su cono de nieve.

Amanecimos bajo la lona de la motocarro. Me contó historias de su pueblo, supe entonces que en Oaxaca se inventó la nieve de garrafa. Sus bisabuelos le heredaron el oficio.

Si su padre no nos hubiera encontrado, Marla se habría quedado en el barrio para siempre.

Tenía la cintura chiquita, los ojos grandes, al menos así se le pusieron la primera vez que la abracé fuerte, sus uñas se quedaron prendidas a mi espalda  mientras le salía un grito. Me sudaba la frente.

Dejó de ir a la plaza de catedral. Su padre continúa vendiendo nieve. La motocarro tiene un nuevo color.

Regresa el Toño, me baña con un chorro fuerte. No me cree que soy un Chapulín. De su pantalón saca una ampolleta, me la enseña. Leo en sus labios que con el ácido de nuevo en mis narices, dejará de hundirse el suelo.

Aparecen las cervezas, las botellas están dentro de una cubeta que antes tuvo pintura amarilla.

Pintamos zapatillas a domicilio, fueron miles de pares de las secretarias de gobierno. Tengo el overol puesto. Estoy mojado. Dice el Toño que nunca fui un Chapulín.

Hace unos días el Toño y yo fuimos a comer tacos de almeja a un restaurante donde vende cerveza. Allí Marla atiende las mesas, lleva puesto un delantal rojo y una falda azul. El pelo le tapa el ojo izquierdo. Al sonreírle volteó la cara. No me recuerda. Tal vez no me vio. Porque sigo siendo un Chapulín. Aunque el Toño diga lo contrario.